LA CUEVA DEL FRENÁPTERO

Blog del escritor Marco Tulio Aguilera Garramuño

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García Márquez visto por la competencia

Hace muchos años Gabriel García Márquez me firmó El olor de la guayaba y escribió la siguiente dedicatoria: "Para Marco Tulio, de la competencia". La frase es tan ambigua como halagadora: no se sabe quién el de la competencia: él o yo. Naturalmente me puse contento y atesoro el libro y a veces se lo muestro a algunas personas. Me he encontrado con Gabo entre cinco o seis veces en Bogotá, el DF y Xalapa. Y siempre he escrito mis impresiones. Éstas se hallan recopiladas en Poéticas y obsesiones, publicado el año pasado.
En la siguiente dirección encontrarán un comentario sobre este libro. La obra fue presentada por Juan Villoro y Eusebio Ruvalcaba en la pasada Feria del Libro del Palacio de Minería. También hallarán una buena entrevista que me hizo Edgar Onofre, de Prensa Universitaria de la Veracruzana...

http://escritores.wordpress.com/category/premio-alfaguara/

La penúltima hazaña de Mistercolombias

A punto de terminar el año hoy fui a la cancha de la Magisterial. Bajo un sol de caricatura jugué una veintiuna contra los siguientes personajes: el Bogart, el Yiyo, el negro Tonatiú, el Bogart II y Rashid. La veintiuna consiste en lo siguiente: en media cancha todos se enfrentan contra todos, de modo que uno puede tener a cuatro contrincantes asediándolo. El último punto se tira desde la distancia fuera de la bomba, aproximadamente a ocho metros de la canasta. Mistercolombias, mi heroe favorito, les ganó. Con mis 59 años y mis rodillas con condromalasia --hace cuatro años el traumatólogo me dijo "cero básquet"-- derroté a buenos jugadores con un promedio de entre 20 y 30 años.
Durante estas vacaciones me he dedicado fundamentalmente a leer una larga novela, corregir los trabajos de mis alumnos, evaluar un libro de crítica literaria, jugar básquet y dormir. También me ocupo a ratos de mi nieta. En general me duermo a las ocho de la noche. Me despierto a las doce de la noche o a la una de la mañana y me pongo a trabajar hasta el amanecer. A veces duermo un par de horas de cinco a siete de la mañana.
Eduardo Garcìa Aguilar



Eduardo García Aguilar, queridísimo amigo y presidente fundador de la Sociedad de Perros Canequeros, agrupación sin ánimo de lucro fundada en la década de los 80 s en la Ciudad de México, agora residente en París, donde es el jefe de una mafia de dos (él y Olaciregui), también periodista de France Press y jurado del Premio Juan Rulfo Internacional --que no he logrado ganar-- tiene un interesante blog que vale la pena visitar. La más reciente entrada pueden consultarla en...


http://www.egarciaguilar.blogspot.com/

¡O solo o amarrado con una cadena!




Tres veces en mi vida he tenido una agente literaria trabajando conmigo, a mi favor o quizás en mi contra. La primera fue Carmen Balcells, famosa agente de los escritores del "boom", de la que se ha hablado tanto. Vargas Llosa dice que es una gorda feliz que llora por todo. Otras personas dicen que es una negociadora feroz, otras, que una gran cocinera, otras que es una especie de madre universal. Yo no la conozco. Todos nuestros tratos fueron por correo. Ahora está retirada y al frente de la agencia parece que se encuentra un hijo suyo.

La primera vez que Carmen fue mi agente, cortamos relaciones ya no me acuerdo por qué. Lo más posible es que yo haya motivado la ruptura por mi prisa y ansiedad, como sucedió en la segunda vez que fue mi agente. Pero antes de eso tuve un agente-representante en Colombia. El individuo --un tipo simpatiquísimo, de apellido Sandino, ex bailarín, lleno de relaciones amistosas con todo el mundo-- se apropió de la edición de Los placeres perdidos y la vendía por su cuenta. Tenía la edición completa en la sala de su casa y tuve que ir en un taxi para quitársela.

La segunda vez que Carmen Balcells fue mi representante --eso sería en 1995, supongo--las cosas comenzaron a marchar bien. Una novela que después nunca publiqué, llamada El Basurero Universal o La hora del eructo estaba a punto de ser firmada con Grijalbo-México a través de la agencia; Feltrinelli de Italia mostraba su interés por traducir todos mis libros... Y entonces metí la cuchara en el dulce y lo eché a perder. Según parece yo me comuniqué directamente con Grijalbo --creo que se apellidaba Carvajal el editor-- y por otra parte me opuse a que se tradujera Breve historia de todas las cosas (por esos días esa novela no me gustaba)...El resultado fue que la misma Carmen me escribió (era el tiempo de las cartas que había que molestarse en poner en el correo con todo y estampillas) diciendo que nos olvidáramos del contrato --yo había firmado un contrato universal, en el que la agencia se encargaría de negociar todos mis libros--. Carmen me dijo que a partir de entonces yo mismo me ocupara de mis asuntos.

Y eso hice. Como negociante de mis libros soy bastante desidioso e incluso brusco. No es extraño que eche a perder buenos negocios o buenas relaciones por escribir demasiado agresivamente. Que soy un antisocial público eso lo sabe mucha gente. Que soy un pan recién horneado en privado, eso me han dicho muchas personas. Mi amigo Eloy, reciente premio Tusquets, me dice que soy un erizo: con espinas por fuera y muy blando por dentro. También dice que soy un gato en el aire: siempre caigo parado. Gustavo Alvarez me definió como un mediocre que trabaja.

¿El resultado de andar solo por el mundo de las editoriales? Que soy un escritor provinciano, con pocos negocios grandes, pocas invitaciones a grandes eventos, pocas relaciones provechosas en el mundo de las mafias editoriales. ¿El resultado? Como no he vivido mi vida del tingo al tango ni viajo a Barcelona ni a Frankfort ni a París todos los años (nunca he ido a Europa; lo más que he llegado es la las Ferias de Guadalajara (dos veces), de Monterrey --me emborraché e insulté a un cantante argentino y ya no me volvieron a invitar--; a la Feria del Libro de Bogotá; varias veces a un congreso en Indiana Pensylvania, que es casi de mi propiedad, pues lo organiza mi crítico de cabecera y traductor Peter Broad; estuve varios meses en Banff, Canadá... y nada más) y como mis libros no están traducidos a 20 idiomas... No me han dado el Nobel que me tienen prometido mis hermanos y los amigos más indoctos y pues me he tenido que conformar trabajando en la editorial de la Universidad Veracruzana, jugando basquet y... escribiendo en la provinciana y gentil Artenas Veracruzana, Xalapa.

A la fecha tengo aproximadamente 28 libros publicados: unas siete novelas, cinco libros de cuentos, algunos de ensayos, conferencias, literatura infantil, etc. No me ha ido mal. Prácticamente no ha pasado año sin que me den un premio. En el 79 me dieron cinco premios, entre ellos el de la Universidad Veracruzana (segundo lugar; el primero fue para Sergio Pitol). Sí, he publicado en editoriales comerciales. Tengo tres libros en Alfaguara: la novela El amor y la muerte, Cuentos para después de hacer el amor y El pollo que no quiso ser gallo --que, de paso les comento, es, entre mis libros, el que más se vende (lleva a la fecha 25 000 ejemplares vendidos en México).

De modo que no tengo de qué quejarme. Haber andado por el mundo sin agente literaria me ha permitido desarrollar una obra si no seria, por lo menos abundante. Hoy, a punto de doblar la segunda mitad de mi vida entre dantesca y trimalcionesca, creo que me puedo permitir abandonarme a las aguas de una agencia literaria a ver a dónde me llevan.

Tal vez pueda cumplir un sueño guajiro: tener tanto dinero, tanto, como para comprar un helicóptero, un pedazo de tierra al lado de un río limpio en el más profundo Amazonas (el brasileño, pues el colombiano es muy peligroso) e irme a vivir allá el resto de mis días... Claro que con algunas comodidades: mi lap top con internet satelital, una cancha de básquet que yo mismo construiré (si mis vecinos indígenas guaharibos o huitotos no saben jugar, les enseñaré) y listo... Allí construiré mi Sitopía, término recién acuñado para designar un lugar que sí existe, en oposición a Utopía,que segín parece no existe... Como Tolstoi, quiero terminar mi vida lejos de todo lujo; como Garcilaso, quiero tener la descansada vida del que huye del mundanal ruido...Pero para eso tengo que coquetear antes y cosechar unos denarios gracias a la diosa perra... La Fama.
Para concluir debo registrar que este blog, el día de hoy, alcanzó la cifra bastante exigüa, de 1000 visitantes. 1000 visitantes en un año. Lo que me lleva a concluir que ya no tengo tres lectores. Tampoco cuatro o cinco, sino seis. De modo que lo de la Diosa Perra es más bien una fantasía de Mistercolombias. Albert Einstein decía que la imaginación es más importante que el conocimiento. Estoy de acuerdo. Nadie que no ejerza a plenitud su imaginación puede ser feliz.

Campaña antepropostcopretérita para presentar la nueva versión de Breve historia de todas las cosas, corregida y aumentada y ahora bajo el título de Historia de todas las cosas

Dossier crítico y comentarios a la novela Breve historia de todas las cosas de Marco Tulio Aguilera Garramuño

Voy a reproducir apartes de las notas críticas que aparecieron en varios países sobre la citada novela frenáptera. Incluye textos de Alfonso Chase (Costa Rica), Eduardo Gudiño Kieffer (Argentina), Edmundo Valadés (México), Germán Santamaría (Colombia), Raymond Williams (E.U.), Andrés Hurtado Estafeta Literaria, Madrid), Juan José Barrientos (Xalapa), Jorge Ruffinelli (California), Miguel Donoso Pareja Ecuador --el único que criticó acerbamente la novela), Seymour Menton (E.U.), Carlos Morales (Costa Rica), José Guillermo Varela (?), Isaías Peña (Bogotá), John Brushwood + Kansas), Fernando Herrera (Pitsburgh), Tomás Herrera (?), Germán Santamaría (Dinners), Gustavo Alvarez Gardeazábal (Tuluá, Colombia) ...

Otra novela parece repetir el fenómeno de Cien años de soledad (Extractos)

Eduardo Gudiño Kieffer, el ya famoso novelista argentino, durante una estancia en Cali, Colombia, en un congreso de narrativa, descubrió un inesperado parentesco con un joven escritor colombiano: Marco Tulio Aguilera Garramuño, autor de la novela inédita entonces Breve historia de todas las cosas. Gudiño llevó a Buenos Aires el manuscrito, “después de haberlo leído casi sin pausas para respirar, en el avión y luego en casa” (son casi 400 páginas). Le pareció que había en él una revelación deslumbrante de un escritor muy interesante. Al día siguiente, desvelado, se lo llevó a su editor Daniel Divinsky (editor y casi inventor de Quino, autor de Mafalda). Divinsky celéricamente publicó la novela en su prestigiosas ediciones La Flor. Desgraciadamente eran los tiempos de la peor violencia argentina y entre tanta sangre la novela no tuvo la repercusión que se esperada. En la contraportada Divinsky escribió que consideraba que esta novela era lo más interesante que había aparecido en América Latina desde Cien años de soledad. Edmundo Valadés, “Otra novela parece repetir el fenómeno de Cien años de soledad”, en Sección de Escritores y Libros, Diario Novedades, 1º de abril de 1976, México.

Una novela pura vida. Más divertida que las del boom, ella sola vivita por la energía que emana de la historia y la solapada ternura de su autor por los personajes, por nuestras montañas, por la tristeza vital de la provincia y por esa mirada que descubrió en los costarricenses, y que a pesar de su confesada miopía logró descifrar hasta el agotamiento (...) Más divertida que Cien años de soledad (...) Es un sainete bellísimo en donde lo real se vuelve fantasía y lo maravilloso se hace casi real, por las características esenciales de unos personajes deformados, caricaturizados, elementalizados y hechos vida por la magia del recuerdo y la sonrisa (...) Hay una especie de concubinato entre García Márquez y José Amado, entroncada por supuesto, y ahí reside la categoría de pastiche, con las locuras, fantasías y fiebres de este especialísimo personaje que debe ser Marco Tulio Aguilera Garramuño.
Alfonso Chase, suplemento Postdata del periódico Excélsior, Costa Rica, 10 de agosto de 1975

San Isidro de El General no tiene nada que ver con Macondo, salvo el hecho de que ambos personajes de ficción inventados por autores literarios colombianos. ¿Inventados? Hasta cierto punto, puesto que, podrían constituir un reflejo, entre real y mágico de, muchos coloridos pueblos de Latinoamérica. San Isidro de El General —a todo color y sabor— es el protagonista de Breve historia de todas las cosas, entretenida y chispeante novela del colombiano Marco Tulio Aguilera Garramuño que acaba de publicar en Buenos Aires Breve historia de todas las cosas impone a la atención de la crítica y de los lectores de habla castellana a un nuevo e imaginativo narrador colombiano en momentos en que el mundialmente famoso Gabriel García Márquez anuncia que durante un largo periodo dejará de lado la novela y el cuento para dedicarse a la política. ANSA-Noticiero Cultural Latinoamericano, hoja 11, agosto 13, 1975, Buenos Aires.

Entre la generación de jóvenes rebeldes que aparece hoy en día en la novelística latinoamericana, Aguilera Garramuño puede ser considerado como el primer colombiano que entra dentro de la categoría de los que convierten a la literatura en objeto de juego. Sin embargo lo que es de mayor importancia en Garramuño, especialmente en su novela Breve historia de todas las cosas, es su habilidad, simple y llana, y con una gracia arrolladora, para contar historia divertidas una tras otra, en un surtidor que recuerda las cimas de la literatura narrativa de todos los tiempos, algo que sin lugar a dudas es esencial a la novela. Raymond Williams, Inter.-American Review of Bibliography, num. 1, enero-marzo, 1977.

Novela “frenáptera”, la Breve historia de todas las cosas, tal vez más larga que breve (pero se lo agradece el lector), tiene una carga de humor e ingenio grande. Humor que no fabrica el narrador, sino que sabe tomar de las actitudes y personalidades de la gente de todos los días, que hace de sus vicios y profesiones, de su manera de enfrentarse con los demás y con el mundo, un extraordinario espectáculo trágico-cómico. Pero ellos no ríen, ellos simplemente hacen su vida; la vida no es un asunto de reírse. Reímos nosotros, los espectadores, que vivimos fuera de ese círculo, de ese alejado y particularísimo rincón del planeta llamado San Isidro de El General. Andrés Hurtado García, La Estafeta Literaria, no. 583, Madrid, 1976.

Nos deja esta novela la impresión de que la vida es un circo, su lectura trae el premio de la gratificación de la amenidad. Novela entonces amena y hasta en su mayor parte regocijante, de inventiva ingeniosa y sostenida a veces hasta el delirio, con un humor que cuesta llamar alegre por el rictus que conlleva, Breve historia de todas las cosas accede a la narrativa latinoamericana con brío y un despunte de sabiduría (sabiduría narrativa, técnica y de la otra: de la vida) sorprendentes y hasta increíbles en un joven de 24 años.
Jorge Ruffinelli, La Palabra y el hombre, No. 29, Nueva Época, enero-marzo 1979, Xalapa, México.

Cosas como Aguilera Garramuño no es un pseudónimo de García Márquez para escribir una novela más divertida que Cien años de soledad nos parece una publicidad torpe, ya gastada, y que previene en el lector contra el libro. Lo menos que se puede pensar es que se trata de alguien que quiere utilizar a otro como trampolín, recurso también muy trajinado y poco serio (…) Sin embargo se encuentra uno con un narrador dotado, imaginativo, bastante descuidado, hiperbólico, desmesurado, gratuito en muchos aspectos, torrencial y desmadejado.
Miguel Donoso Pareja, Bitácora Latinoamericana, enero 5, 1978, Diario El Día, México D.F.

No es de extrañar la paradoja de una visión muy seria de la sociedad dentro de una obra tan divertida. Paradójico es el título BREVE historia de todas las cosas. Paradójico es también el hecho de que San Isidro de El General, Costa Rica, Centroamérica, se convierta, igual que Macondo, en el prototipo de cualquier pueblo latinoamericano. Por lo tanto no tiene sentido que los astrónomos colombianos sigan desconociendo la obra por su ambiente “extranjero”. Aunque no tenga las dimensiones universales y trascendentes de Cien años de soledad, la novela de Aguilera Garramuño es de mayor magnitud que todos los otros satélites de la última década. Seymour Menton, La novela colombiana: planetas y satélites, Plaza y Janés, Bogotá, 1978.

La novela de Aguilera Garramuño es muy divertida y verdaderamente legible, pero está muy lejos de superar y ni siquiera igualar a su modelo (Cien años de soledad), a pesar del empleo indudablemente hábil de una gran cantidad de recursos narrativos: los ingredientes de la pasta pueden ser muy buenos y la preparación esmerada, pero con todo a veces los pasteles que pueden ser muy buenos no se esponjan en el horno, por lo menos no tanto como uno quisiera. El autor publicó esta primera novela cuando andaba por los veinticuatro años, así que, si no se quema (como los deportistas) al proponerse a García Márquez como modelo, no dudo que llegue a dar mucho. Si Gabo se propuso a Cervantes como modelo, no veo por qué Marco Tulio no pueda hacer lo mismo con García Márquez. Juan José Barrientos, Punto y aparte, Xalapa, 18 de octubre de 1979. No hay que equivocarse entrando en comparaciones entre los estilos de García Márquez y de Garramuño, pues la propiedad con que este último se desenvuelve dentro del lenguaje desenfadado y verborréico, permite advertir que no está empeñado en imitar a nadie, que simplemente está soltando su vena deslumbrante por donde tiene que hacerlo, por la vía que le es absolutamente propia y que por tanto maneja a su antojo… Garramuño no es un imitador de García Márquez, ni pretende plagiar a nadie, es un autor con auténtica vena literaria de la mejor estirpe, emparentada con Cervantes y lo mejor de la literatura castellana, una vena que ha explotado artísticamente la vida de un pueblo por el conducto más indicado de la sonrisa y la ironía. Carlos Morales, La República, San José, Costa Rica, junio 29, 1976.

La presente versión de Breve historia de todas las cosas, realizada por Plaza y Janés, con un tiraje extraordinario para una novela publicada en Colombia (20 000 ejemplares), es la segunda edición de la publicada en Buenos Aires. De ella se habló bastante hace tres años entre los escritores. Por entonces Jairo Mercado escribió que no se explicaba cómo una novela como ésta aparecía y no se armaba con ella un fenomenal escándalo literario, sólo comparable al de Cien años de soledad. Son 370 páginas escritas con brío, con excelente humor y un endiablada sabiduría literaria y humana, y si bien su configuración como novela puede ser discutible, lo cierto es que se trata de uno de los textos más divertidos y ricos, ingeniosos y llenos de poderío de la literatura colombiana, y me atrevería a decir latinoamericana, de todos los tiempos. Germán Santamaría, Revista Dinners, Bogotá, Colombia, fecha ¿?

El narrador muestra sus ganas de contar, de describir en la narración con ritmo frenético el complejo mundo de su situación en el universo. Muestra. Exhibe su capacidad de observación. Mira todo lo que a su alrededor acontece, sin perder detalle. Visión de impresionismo fotográfico que capta en un todo, como a través de una lente cóncava y tridimensional, la vida urbana. Alucinación que abarca en una muestra representativa el todo del ente nacional de un pueblo que es, como diría Borges, todos los pueblos. De ahí la universalidad de Breve historia de todas las cosas, una novela tan intensamente localista. Es tan ajena que parece propia. Todo lo abarca sin perderse en el fárrago, con un equilibrio pasmoso: niveles sociales y sus desempeños, caracteres individuales cargados de una tipificación sociopsicológica, grupos cívicos (Club de Damas Grises, Cámara Junior, Club de Leones), grupos místicos (los mormones, el niño hindú Masera-Ti, espiritistas del Centro Flor de Paud), centros sociales, prostíbulos (los más hermosos y sorprendentes lugares, los más originales, los más sórdidos, con criaturas tan delicadas que habría envidiado Kawabata), compañías de explotación transnacionales, estatal desorden administrativo, corrupción, peculados, locos, bobos, ineptos, ilusos, imbéciles, pordioseros, intelectuales, que , y no sería extraño, Garramuño, en su casi anormal sabiduría de 24 años de edad, hacen pensar en la realización plena del aleph borgiano. Realización del aleph borgiano pero en novela, no en cuento. Todo aparece en esta fotografía y mucho más. De todo se ríe el narrador (que en este caso es desvergonzadamente el autor). Con una sonora risa lingüística, con una extensa carcajada estructural, con una sorprendente capacidad para ironizar, para burlarse del mismo lector, para tomarle el pelo, para desmitificar, para jugar con la historia de la historia, pintando anárquicamente la anarquía… Desde ahora afirmo y sin recelos que Breve historia de todas las cosas es una excelente novela, un tour de force casi inexplicable en un joven de 24 años. Es una de las novelas mejor escritas en Colombia y su escritor, Aguilera Garramuño, estudiante de filosofía y fondista, se constituye no en una promesa sino una realidad actual, original, que marca a la literatura colombiana como sólo tres o cuatro grandes novelas lo han hecho. En este autor desemboca lo mejor de la literatura latinoamericana: García Márquez, Rulfo, Borges, Arreola, Sábato, Carpentier y Agustín Yañez, ese casi olvidado y maravilloso autor de Al filo del agua.
José Guillermo Varela García, El País, Cali, Colombia, 29 de marzo de 1981

Breve historia de todas las cosas le confirió al autor, de inmediato, pasaporte de escritor de pesos completos. Se trata de una novela de 370 páginas cuya composición total podría asociarse a un gran mural de un pueblo maravilloso, como sólo podría estar en Latinoamérica y en la imaginación prodigiosa de este joven colombiano que es Marco Tulio Aguilera Garramuño.
Isaías Peña, El Espectador, Bogotá, Colombia, 1 de octubre de 1981.

Las posibilidades de juego de la imaginación en la novela Breve historia de todas las cosas son casi infinitas.
John Brushwood, La novela hispanoamericana del siglo XX, Fondo de Cultura Económica, México.

Su novela pertenece a la gran tradición de la novelística hispanoamericana y contemporánea (… ) La modernidad de esta novela consiste en ser una construcción que se mira en el espejo de otras edificaciones literarias; digo espejo a propósito, porque reflejo no es fiel reproducción de la sombra, antes bien la imagen. Y la obra de Aguilera Garramuño es proyección no sólo de la narrativa de “experimentación” actual, sino también de los clásicos: el Quijote, obra de la que recupera lenguaje, ingenio y una percepción alucinada de la realidad (…) Esa actitud crítica hacia la sociedad es lo que hace de Breve historia de todas las cosas una gran novela (…) Si se quiere, la historia de ese pueblo inolvidable de San Isidro de El General, su controversia como pueblo o ciudad, es un drama donde la sangre no se derrama; sino que bulle; hierve porque todos sus pobladores están insatisfechos. ¿De qué? Ausencia de confrontación y una fantasía que los devora; ellos quieren vivir el paraíso con el disfrute de la carne (…) ¿Semejante a Cien años de soledad? No. Lo que hay es una semejanza disímil. Un gozoso paso adelante. No realismo mágico sino magia realista. Garramuño usa un procedimiento inverso. La imaginación del novelista se sitúa en primer plano; con ella él intuye y descubre su propia fantasía y la de otros; el mundo real en que vivimos con nuestras irrealidades. El estilo de Garramuño se nutre del sueño, es pariente de Calderón de la Barca; apenas despertamos vemos alrededor la magia de la realidad. Marco Tulio le impone su sueño, su fantasía, a la realidad: no depende de ella. Y la imaginación de este joven colombiano es de un poder arrasador (…) Su novela no es una aceptación de un mundo creado sino la creación de otro tan poderoso como el anterior. Garramuño compite risueñamente con Dios y su creación. Ese es el tamaño de su ambición. Es un deicida. Crítica de la realidad. Eso es. Y además, crítica de la crítica, autoconciencia en la creación. En efecto: en Breve historia de todas las cosas se cuenta la historia de la escritura, cómo nació, se gestó y se desarrolló. Al narrador le interesa primus inter pares no la historia, sino la escritura del relato: le interesa el sueño, no el origen del sueño. Parodia del Quijote (parodia de la parodia, pues) — hay una Dulcinea, hay un presidiario que está al borde de la locura a causa de los excesos de lectura, hay un lenguaje arcaico (burlesco). Parodia de Cien años de soledad —hay algunas escenas que podrían entrar en la novela de García Márquez sin pedir permiso, pero que se diferencian porque Garramuño les pone una piedra que no las deja elevarse y flotar—. Parodia y homenaje a Shakespeare (tenemos una tragedia de amor tan conmovedora como Romeo y Julieta). Homenaje a Al filo del agua y Pedro Páramo. Alusión a la alegoría de la caverna de Platón. Reinterpretación y ampliación del aleph de Borges… Todo ello haría pensar en una obra pedante, erudita, pesada. Nada más lejos. Esta novela es de una alegre ligereza que ha llevado a algunos críticos a hablar de superficialidad. Podría decirse que sí, es superficial como una fiesta de disfraces … que oculta cien tragedias. (…) Y Garramuño llega hasta lo insólito: escribe mal para poder burlarse de sí mismo: el narrador apela a un cierto descuido, elegante y divertido descuido, en la coherencia de su escritura, en el manejo del tiempo, en las identidades de personajes que cambian de nombre y de vida. No le tiene miedo a las influencias. Las anota con nombres y apellidos. Es un reto. Un sentimiento de poderío narrativo a veces incluso descarado, que a algún crítico ha llegado a molestar. (…) La crítica seria ha reconocido dos poderes en Aguilera Garramuño: su gran imaginación y la pasmosa facilidad con que narra. Es notable también la selección a veces extravagante o precisa de palabras, que sin duda aprendió de Borges y a la que supo darle matices absolutamente personales.
Fernando Herrera, “Tradición y novedad: Breve historia de todas las cosas”, Separata de la Revista Iberoamericana, Pittsburgh, números 138-139, enero-junio 1987, Estados Unidos.

Una vez que el “boom” ha pasado, aunque sigue y seguirá dando sus coletazos, hay quienes pregonan la llegada del “bang”, conformado por un nuevo grupo de narradores que irrespetan o ignoran a sus antecesores y que crea obras originales, vigorosas y dignas de ser leídas: Gudiño Kieffer, Aguilera Garramuño, Siria Poleti y otro grupo de “muchachos” que forman la nueva selección de nuestros literatos. Seguiremos teniendo buena lectura por muchos años.
Tomás Fernández, “¡A tiro de bang!”, El País, Colombia, 4 de julio, 1982.

Uno no se explica cómo la publicación de una novela como Breve historia de todas las cosas no provoca un fenomenal escándalo literario. Son 370 páginas escritas con brío, con excelente humor y si bien su configuración como novela puede ser discutible, lo cierto es que se trata de uno de los textos más divertidos y ricos, ingeniosos y legibles de la literatura colombiana de todos los tiempos.
Germán Santamaría, Revista Dinners, Colombia.

El espíritu de Salvador Dalí habita en Garramuño. Iconoclasta, caprichoso, narcisista, con un talento torrencial, que demuestra desde su primera novela, Breve historia de todas las cosas. Esta novela es ante todo un acumulado satírico de críticas, parodias y homenajes al sistema novelador de todos los pueblos tropicales. Con ello esta novela se coloca al otro lado del proceso macondino de escribir, tan solemne, lanzando una gran carcajada frente al rostro adusto y papal de García Márquez. Lo cuestiona de frente, parodiándolo con humor y con sorna y diciéndole a los lectores que el sabor a Macondo no es monopolio de García Márquez, sino que es sabor a Colombia y Latinoamérica. Hay escenas en la que uno llega a pensar: Esto es García Márquez, pero mejorado y, lo que es más atrevido, parodiado. (…) Hay un virtuosidad grande en el manejo de los personajes, que llegan a ser, muchos de ellos, casi todos, entrañables, inolvidables, llenos de gracia: Californio el simple, la Costurera Flaca y la Santa Flaca, el Paticorvo Palomo, los dos músicos: Rey David y Benito Chúber… cincuenta, cien criaturas pintadas con cariño y pasión que pasan al lector casi directamente, configurando una novela arrolladora, que uno podría leer de una sentada si la vida cotidiana lo permitiera (…) Esta novela es el reflejo caprichoso de toda una realidad americana deformada por el más insolente, humorístico, sarcástico, hábil y descarado escritor que Colombia haya producido en muchos años. Es un espejo deformado de lo que los latinoamericanos somos.
Gustavo Álvarez Gardeazábal, “El nuevo novelista colombiano”, Nueva Frontera, Colombia, 29 de noviembre de 1975.
La falsa agresión a Mistercolombias

En la siguiente dirección encontrarán un artículo en el que se cuenta que el compositor Alfonso Quesada Hidalgo agredió en San Isidro de El General, Costa Rica, al escritor Marco Tulio Aguilera, a quien acusaba de haber calumniado a su hija, y de paso a todo San Isidro, en su novela Breve historia de todas las cosas publicada en Buenos Aires en 1975.
La verdad es que tal escena nunca sucedió. El único contacto que tuvo MT con don Alfonso Quesada fue por teléfono, muchos años después de publicada la novela. De todos modos vale la pena leer el artículo para darse cuenta de que los inventos no son privativos de los novelistas, sino también de los lectores y los críticos.
Antes de proceder a anotar la dirección en la que hallarán el artículo les comento que la agencia literaria española Carmen Balcells, ha manifestado su interés en leer la novela Historia de todas las cosas, con el objetivo de calibrar si les interesa representar a MT...
Va la dirección. El artículo es muy divertido y mentiroso de principio a fin...

http://resonoco.nireblog.com/post/2008/11/04/breve-historia-de-todos-los-chismes
El regreso de Mistercolombias
Quince años después de haber abandonado la academia (di clases en la Facultad de Letras de la Veracruzana aproximadamente en 1983, en la U de Nuevo León en 1979, en la Universidad de Kansas en 1977) decidí regresar a la complicada tarea de ser maestro de lectura y redacción. Seleccioné dos cátedras, una en la Facultad de Danza y otra en Artes Plásticas, de la Universidad Veracruzana. Mis alumnos no hicieron otra cosa que escribir, escribir, escribir, y yo, corregir, corregir, corregir. Bueno, hubo otras actividades: discusiones filosóficas, lecturas de mis cuentos y novelas, ejercicios de ortografía, pácticas de reportajes, etc. Pero el resto fue escribir, corregir, escribir, corregir... Varios de los muchachos descubrieron que son escritores en potencia. Algunos simplemente pasaron el curso mirando volar las moscas. En general lo que hicimos fue profundizar en los espíritus de los muchachos, que llegaron a contar hasta lo más íntimo. Hubo quienes se escandalizaron, quienes acusaron al maestro de pedante y curioso al extremo, quienes se rebelaron contra la apertura de espíritu de sus compañeros. Hubo textos verdaderamente estremecedores. Particularmente uno de Andrea Nucamendi, que creo nadie olvidará. El maestro en ocasiones pareció irrespetuoso, infidente, improvisador, pero en el balance general todos los alumnos estuvieron de acuerdo en que la clase fue muy divertida --con altibajos--, productiva, y sobre todo, absolutamente diferente a todas las clases de lectura y redacción que han recibido en su existencia. Esto fue en el grupo de Artes Plásticas, grupo de ¡45 estudiantes! en el que había desde los chicos más fresas hasta los más heterodoxos, con piercings por todas partes, cadenas, ropa oscura, pelambres cubriendo los rostros. Algunos raros, otros convencionales, pero todos, todos insuflados por espíritus ansiosos por expresarse. Eso hiceron. Y yo aprendí y disfruté la clase. Destacaron Ulises Calderon, Samadi, Estéfana y Nucamendi. Gracias.
El grupo de Danza fue muy diferente: sosegado, sensible, muy discreto, con un par de alumnas de muy alta calidad, que pueden llegar a ser buenas escritoras: Lynette y Toledo. Espíritus sensibles como los de Erik, Oralia y Argelia. Y los demás, gente agradable que el solo verla me animaba a vivir con mayor enusiasmo.
En uno y otro grupo hubo personajes que permanecieron imperturbables y desinteresados. Asunto de ellos.
Espero seguir dando clases. Ver el mundo me ayuda a entenderlo. Durante muchos años permanecí encerrado en un círculo muy estrecho. Aprendí durante este semestre que la literatura no es la vida, pero por lo menos ayuda a inventarla. Gracias a ella todo puede superarse. Y, claro, se repite el viejo mito: los viejos, como los vampiros, reciben energía de los jóvenes. Yo me siento rejuvenecido. No sé si vaya a llegar a los 150 años que tengo agendados, pero voy en camino.
La literatura como negocio de mediocres

Nadie ignora que la literatura está manejada en general por mediocres. Los premios se les dan a mediocres. Los mediocres que no pueden llegar a ser buenos escritores terminan convertidos en burócratas o en escribidores de suplementos culturales o en dictaminadores de editoriales. A veces se pregunta uno por qué se publica tanta porquería o por qué es difícil encontrar una buena novela o un buen libro de cuentos entre los nuevos. La respuesta es sencilla: porque en el mundo literario se maneja la política de si me das te doy, si me sirves te sirvo. Así es como un mal escritor recomienda a otro mal escritor para que éste a su vez lo recomiende y así se formen cadenas de parásitos que convierten a la industria editorial en una fábrica de estupideces. Se salvan un poco las editoriales universitarias. Es raro el comentarista de libros que lee para descubrir valores. En general leen y escriben para ver qué pueden conseguir. ¿Y de los viejos qué decir? Lo habitual es que escriban sus mejores obras al principio de sus carreras y luego se dejen llevar por la inercia. Caso de Carlos Fuentes: del alud de libros que ha publicado serán rescatables dos o tres. Caso de Poniatowska: vive de la fama de ser niña contestataria, pero calidad... muy poca. Basta leer La piel del cielo para entender que la señora dejo la literatura hace décadas. Sus cuentitos de Lilus Kikus eran tiernos y agradables. Pero de ahí a que sea la gran escritora que se dice...media un abismo. Juan Villoro está creciendo en fama, ha obtenido buenos premios pero mucho me temo que se vaya a reblandecer con tanto halago. Mucho mejor sería que los escritores permanecieran ignorados o semi ignorados hasta los sesenta años, para que puedan hacer su obra con tranquilidad.
La amistad no es garantía de calidad, ni la amistad es un género literario, pero cuando la amistad se basa en una honesta admiración me parece perfectamente lícito rendir culto a los dioses Melees y Teleo --invento de de la Colina--. Yo admiro a Enrique Serna, a Eduardo Antonio Parra, a Eusebio Ruvalcaba, a Villoro, me gustan los trabajos iniciales de Luis Arturo Ramos, admiro lo de Agustín Ramos, José Agustín; entre las escritoras mexicanas actuales no he hallado una que me satisfaga. La última fue Helena Garro que escribió una bella novela, Recuerdos del porvenir. Me interesa lo que escribe Pedro Ángel Palou --quien parece tener más enemigos que yo.
He ejercido la crítica literaria con absoluta sinceridad y con ello he ganado amigos y también enemigos. Una de mis más grandes alegrías es leer buena literatura de autores desconocidos y celebrarla.
Es difícil que los suplementos del DF me pongan atención. No les puedo servir de nada. No soy celebrante de mediocres. Si algún día aparece mi nombre en esos suplementos es porque algún amigo coló un artículo. El mejor camino es seguir empeñado en escribir mi obra. Si vale, pasará. Si no, se quedará en el camino.
FIN DE UNA ETAPA
Queridos cinco lectores:
Hoy martes salió un nuevo sol en mi vida. Suena cursi pero da cuenta de lo que está sucediendo en mi persona y en el mundo (jalapeño, por lo menos). Por una parte después de una serie de días nublados, con un frío del carajo, por fin hoy el mundo luce una luminosidad espléndida. La semana pasada fue propicia para la escritura final de Historia de todas las cosas: el horroroso clima no me invitaba a salir; absolutamente nadie me molestó --a ello contribuyó el hecho de que a mi celular se le apagó la pila y no encontraba el cargador--, tuve la cooperación de mi feroz dueña y de mi jefe Díez Canedo que, aunque me dio trabajo editorial para hacer en casa, me dio licencia para encerrarme en mi bunker; tenía toda mi música disponible en mi lap top Toshiba; la novela en su versión previa había sido leída y comentada al margen por tres amigos talentosos... De modo que todo estaba a punto (ventajas de no ser amiguero: a nadie tiene uno que darle cuentas, con nadie debe uno perder tiempo: no soy amigo de la gente sino de mis personajes).
Hubo un momento de crisis el miércoles, en el que me sentía totalmente agotado y por añadidura me cayó una gripe tumbaburros: no me importó: seguí adelante, aunque ya no tenía la lucidez necesaria... Y en realidad no la necesitaba: la novela se iba escribiendo sola: estaba asistiendo a los raudales de mi imaginación brotando con naturalidad, floreciendo de mis dedos y mi cerebro, pero también de una realidad que viví hace ya más de 30 años en el bendito pueblo-ciudad de San Isidro de El General, Costa Rica.
Me pregunto: ¿Valdrá Historia de todas las cosas lo que yo creo que vale? ¿No será que me estoy regodeando con mis habituales sueños megalómanos, paranoicos y hasta esquizofrénicos? Hubo críticos que se ensañaron con la primera edición de la novela (de La Flor de Buenos Aires) y dijeron que la obra le debía demasiado a García Márquez. Pero la mayoría de los críticos y lectores le encontraron méritos, y algunos, muchos méritos; entre ellos García Márquez, Germán Vargas --uno de los siete sabios de Cien años de soledad--, Raymond Williams, Eduardo Gudiño Kieffer, Daniel Samper, Wolfgang Luchting, Alfonso Chase, Carlos Morales, Isaías Peña, Edmundo Valadés, Juan Domingo Argüelles, Eduardo Caballero Escobar, Jairo Mercado, José Donoso, Rubem Fonseca, Seymour Menton, John Brushwood, Gustavo Álvarez Gardeazábal y treinta o cuarenta personas más, todas ellos escritores o críticos de respeto. Sólo una persona vapuleó la novela inmisericordemente: el escritor ecuatoriano Miguel Donoso Pareja.
No entiendo por qué abandoné esa novela tantos años. Durante 25 años la obra no me gustó. Incluso en un encuentro con García Márquez (el más reciente, en el Samborns de Las Lajas en el DF) que quizás fuera en 1985 me preguntó que qué había sido de esa novela, La novela de todas las cosas --así la llamó--, obra que le había gustado mucho y que guardaba en lugar de privilegio en sus libreros junto a las novelas de Mutis.
Pienso que la novela que publiqué en 1975 fue apenas una semilla de lo que es hoy un árbol frondoso, que espero proyecte una sombra tan grande que no pueda ser opacada por nada. ¿Y si la novela resultara un chasco, verbosidad, atarantamiento? Les digo la verdad: no me importaría, pues el deleite de escribirla, el sentimiento de saber que se tiene un universo personal en las manos, no lo cambiaría por nada... Y no va a ser así. La novela que acabo de escribir es una fruta jugosa, un surtidor de fantasías. Lo mío no es realismo mágico sino magia realista. Así lo calificó Fernando Herrera Villalobos en la Revista Iberoamericana número 138-139, publicada por la City College de Nueva York. Pienso que Fernando acertó. Aprendí algo de García Márquez pero no sigo su huella. Más bien mi novela es una burla a Cien años de soledad.O más bien es una burla a los corifeos, a aquellos que creen que el mundo de la literatura se derrumba en un abismo despues de Gabo.
Espero convencer a mis cinco lectores reproduciendo uno de los que considero sus mejores capítulos. Les ofrezco el capítulo 50, que no es de los más ingeniosos, pero sí de los más compactos e independientes. La protagonista, la beata Colonia, hija de María de los Angeles de la Medalla Milagrosa del Santísimo Sacramento --no se preocupen, no todos los personajes tienen estos estambóticos apelativos-- es uno de los personajes en los que se refleja la crisis de San Isidro de El General. (Y a los amigos del San Isidro real les comento: Colonia es personaje totalmente inventado, no así María de los A...)

50. Nueva tragedia. La de la Santa Flaca.

Los muchachos nunca le perdonaron a Colonia que fuera tan reservada. No es que llamara la atención por particulares atributos, pues era sobresaliente, exuberante, ecuménicamente fea, según ellos, aunque con unos ojos de princesa india, sino que en ese tiempo la llegada de tanto hombre ansioso había hecho bajar exageradamente el porcentaje de hombres por mujer cuadrada y se suponía que dada esta circunstancia, cada una de las del sexo infeliz por naturaleza debía cumplir con su cuota de sacrificio o beneficio. Sin embargo, debe hacerse la salvedad de que ella era una excepción: nació con el luto puesto y cuando pretendió quitárselo la sorprendió la muerte. Tal vez fueran estas oscuras inclinaciones, disposición y continente los que la convirtieran en objeto de tantos galanteos desvergonzados a los que nunca correspondió. No reía jamás, lo más que llegó a lucir fue una sonrisa muy a destiempo.
La llamaban la beata cronométrica. Era hija de María de los Ángeles de la Medalla Milagrosa, pero por alguna razón que nunca llegó a explicarse, vivía lejos de su madre, con un par de hermanas tan invisibles como ella. Bajaba todos los días desde las cercanías del Liceo Unesco, siguiendo la Carretera Panamericana hasta la gasolinería de Pedernera, vía plaza de mercado y Calle del Comercio, hasta llegar a la iglesia, a misa de cinco. Tenía que recorrer siete kilómetros y a pesar de ello nunca se la vio desaseada o curtida por el polvo de bauxita o el sol, como si las inclemencias naturales de vivir en San Isidro le tuvieran una secreta aversión o respeto. El rostro era de una blancura de panadero y tenía la forma alargada y triste de las melancólicas vírgenes bizantinas, las manos eran huesudas, azulencas y transparentes, el pelo negro recogido en una moña tirante hasta el extremo de elevar sus cejas indias en un gesto que parecía de asombro o interrogación . Los párpados siempre bajos, la boca apretada en un mohín de desprecio o indiferencia al mundo, las piernas largas, flacas y cabezonas como de avestruz, el pecho tábula rasa y, paradoja de las paradojas, una magníficas caderas que de perfil simulaban un embarazo desorientado.
Colonia fue la que le devolvió el buen prestigio a la profesión de costurera, prestigio que se había perdido desde los tiempos de la otra, también magra, también costurera, la que se dedicó a astillar hasta sus últimas hilachas los principios y las normas de la moral cristiana al lado del famoso gringo Rotenhook, el que se pudrió de amor.
La beata mujer aprendió el oficio de su madre, la adicta al padre Soto, y lo perfeccionó a extremos inconcebibles, cosía apretado y fino, con puntada de hilandera eterna, a veces duraba años para finiquitar una prenda. Eso sí, lo que cosía ella no lo descosía ni Gordio y soportaba tantos años que la gente emprendía el viaje eterno o la ausencia interminable antes que acabar sus prendas. Las generaleñas, sobre todo las religiosas, que tenían profesión de clepsidras, se peleaban los favores de ella, atisbaban el avance de las confecciones como quien espera que se abra una puerta de esas que permanecen mil años cerradas, se abren por un segundo, e inmediatamente vuelven a cerrarse. No se atrevían a preguntarle nada, permanecían al acecho, espiando el momento en que Colonia asomara la cabeza y el instante de la despedida, que ella les daba con sus pestañas de madreselva. Una cinta métrica colgada del cuello a manera de bufanda, una hebra de hilo entre los dientes, el más insignificante detalle les daba pie a largas conjeturas sobre el avance y la posibilidad de que estuviera a punto de concluir el trabajo en marcha. Esta espera era un factor disociativo entre las beatas, quienes acostumbraban preguntarse que quihubo del vestido de la afortunada de Marciana o de la triste de Mandolina y acostumbraban a responderse como una fábula, falsa pero por todas reconocida, eso va para largo, aunque pensaran todo lo contrario. Cualquier día, a los seis meses o al año, al asomar Colonia la cabeza para saludar con las pestañas de madreselva, preguntaba a la afortunada con la mayor inocencia de la tierra si no sabía quién estaba interesada en mandarse hacer un vestido, y comentaba casi de rebote que ya había terminado el de la Marciana o la Mandolina. Tanta trascendencia llegaron a tener sus labores que el tiempo se medía en San Isidro por la duración de la confección; por ejemplo cuando evocaban un suceso decían: eso fue por la época del vestido de doña Crisálida María Méndez, de Etelváis Jiménez o Suástica Pérez. Lo particular de todo aquello, pensaban sus amigas, o las que se decían sus allegadas, era que siendo tan buena costurera nunca se le ocurriera fabricar sus propios vestidos. Se los encargaba a cualquier pegabotones rascuacha y mediocre. De ahí su facha y continente incontenido, triste y quizás conscientemente inelegante.
Vivía con mujeres a las que llamaba hermanas, tipas inficcionables, no se sabe si auténticas hijas de María de los Ángeles y el contrabandista, o fabriacadas en otros cuerpos, veneraba una espada enmohecida y muchos retratos meados por las cucarachas y ennoblecidos por el tiempo. En ellos se veía a un señor de mostacho Bismark, ojos soñadores y poses bélicas. Esos retratos eran el secreto familiar. Colonia ni se ocupaba de ocultarlos ni se preocupaba por aclarar su origen, tal vez para fomentar la leyenda nebulosa de su padre. Para las otras niñas ese señor era su vero progenitor, el General, motor primero de San Isidro, quien en tiempos paleozóicos había sido propietario de todas las montañas y los piojos del sur del país, desde el Cerro de la Muerte hasta Buenos Ayres de Puntarenas. Si se le preguntaba a Colonia decía que era un ser desconocido que en cualquier momento podía regresar a perturbar la paz de las agujas, los tejidos y las mujeres solas, esas, digo, que mantienen las piernas apretadas y bien surtido a Diosito con rosarios Guiness y aguas benditas. Para los vecinos el mentado general era un contrabandista que a principios de siglo inundó el mercado con baratijas traídas de la histórica y roída Panamá, donde los negros trásfugas hicieron su jauja. La verdad, podemos decirlo sin reticencias, es que el general, general de cinco estrellas de hojalata improvisadas con tapas de cerveza, el general Belarmino Jáuregui Barrantes, fue el héroe que encabezó la resistencia de San Isidro de El General en el 48, contra la turba de las tropas del doctor Rafael Ángel Calderón Guardia. Solo 25 efectivos pertrechados con armas de juguete mantuvieron a raya a la avanzada de quinientos atarvanes iletrados que pretendían entronizar el comunismo en una tierra que siempre había respetado a Dios, honrado a la familia y exaltado el esfuerzo individual por encima de la utopía materialista (los datos y la retórica los toma, no sin ironía, Mateo Albán de los documentos de la época.) Y si héroe fue, prócer y progenitor de un pueblo, nos preguntamos, ¿por qué María de los Ángeles de la Medalla Milagrosa lo ocultaba o lo dejaba en el limbo de la indiferencia, sin permitirle brillar al sol de la fama y a la intemperie de la historia? Razón sencilla: porque el general Belarmino Jáuregui Barrantes durante toda su vida nunca se enteró de que existía el amor y consideraba que el comercio de los cuerpos entre humanos era como el de los animalitos: llega, mete y saca. Resultado de los encuentros traumáticos fueron las cuatro hijas (de esto no hay certeza pero se cita como hipótesis de trabajo) y un rencor que la Medalla Milagrosa nunca supo superar. (¿Cómo me enteré?, se pregunta Mateo. Simple y sencillo: lo inventé como he inventado tantas insensateces que los amables, comprensivos, inocentes o cómplices lectores, han admitido…si es que no han abandonado a esta altura del libro la lectura… asunto que ni me va ni me viene: ya saben: cumplo con mi imaginación…el resto es bagazo… La realidad no importa. Lo que importa es mi realidad. Bla, bla, bla.)

Mateo es tan mentiroso que miente cuando dice mentiras. Mi general Jáuregui Barrantes sí existió. Yo estuve en las trincheras con él y descargué la primera avioneta que llegó a San Isidro con pertrechos de Nicargua. Incluso el mismo historiador estuvo involucrado en el evento. Presentó al general Jáuregui Barrantes su certificado profesional, pidiendo inmunidad para informar al mundo sobre la revolución del 48. La respuesta del general fue decirle, en las revoluciones no hay periodistas, lo que debes ser es un malparido comunista, y en el acto se lo entregó a un policía de pata al suelo, grandote y con los pelos parados, única autoridad legal en San Isidro, encomendándole que lo guardara bajo siete llaves hasta que pasara la bulla.

Además de todo lo anterior Colonia veneraba a un batallón de cerditos enanos o tepezcuintles que hozaban y gozaban como marsupiales por todas la casa y los charcos vecinos, una casa que semejaba el rincón más intrincado del Amazonas, con palmeras, plátanos silvestres, árboles pigmeos, guarias moradas (cantadas tan galantemente por el malogrado Benito Chúber), tomillos, perejiles, pterodáctilas, epífitas, pasionarias, escolapias, eleuterias y megaterias. Para su familia Colonia era una extranjera del mundo mundano. Cuando les hablaba era como si estuviera muy lejos, al otro lado del abismo de la vida y muy cerca del alivio de la muerte y cada palabra daba mucho que pensar a todos, pero para sus bebitos tepezcuintles, era la madre más detallista, y para sus plantas, ¿qué decir?... El celo más meticuloso, el cuidado más exagerado. Les hablaba a las hojas y a las flores al tiempo que con algodones humedecidos les limpiaba el polvo. Decía que le respondían. Posaba las yemas de sus dedos en los tallos y juraba sentir la circulación de la savia. Afirmaba que las plantas no sólo sentían sino que tenían lengua y alma y sufrían quizás más intensamente que los seres humanos y eran tan delicadas que pocas personas del mundo podían comprenderlas.
A veces cuando Colonia estaba en vena comunicativa llamaba a sus presuntas hermanas Corinta, Sucinta y Teresa, y les decía que posaran la superficie de sus dedos sobre las hojas, apenas rozando y que sintieran el amor de las pasionarias. Decía Sucinta, la más mitotera, que sí, en efecto, a veces en obedeciendo a la loca, se le aguaban los bajos fondos. Corinta y Teresa obedecían a Colonia, se comunicaba tan poco la mustia, pero con honda pena debían confesar que no sentían nada. Es que son brígidas, decía Sucinta, que tenía sus letras. Letras torcidas, pero letras al fin y al cabo.
Es que son muy tímidas, musitaba Colonia, y se encerraba a acostarse sobre su habitual colchón de tachuelas y vidrios a soñar con un Cristo degustador de pasionarias y cerdos enanos.
Salir de la casa para ella era una penitencia. Cuando lo hacía caminaba felina y mansedumbremente, como queriendo indumentarse de sombra, pero así y todo más la veían los que recogían la basura del amanecer, los camioneros desmadrugados y los vagos de ley, Yarmuch Gelsteinberg Hohensolen abriendo El Embajador de la Elegancia, las prostitutas retrasadas saliendo del Bar Tico y el Bar Rojo. También las muñecas rubias de sololoy de Los Pollitos revelando a la luz del sol irrefutable de la mañana la falsía de su rubiedad, los borrachines extraviados en busca de las llaves de sus casas y Alisio, quien continuaba entrenando para ganarse la maratón de los olímpicos dando vueltas en torno al parque desde las tres de la mañana hasta que la campana virgen daba las cinco y media. Cuando Colonia iba por la esquina de La Magnificencia el fondista se decía faltan diez para las cinco, y hacía cuentas de las vueltas que había dado para aumentar o disminuir el ritmo de trote y completar los cuarenta y dos kilómetros con ciento noventa y cinco metros correspondientes.
Colonia fue acompañada por su madre a la iglesia desde que tenía cuatro años hasta que cumplió los veinte, luego la muchacha creyó hallar algo de pecaminoso entre su madre, María de los Ángeles de la Medalla Milagrosa, y el padre Soto: mucho cuchichear, suspiros y gemidos en el confesionario. Horrorizada por el descubrimiento decidió avergonzarse e montar tienda aparte. De paso se llevó a vivir con ella a sus hermanas y optó por caminar sola por primera vez en su vida rumbo a la iglesia. El primer día de su solitario periplo los generaleños descubrieron su existencia.
Durante muchos años recorrió el mismo trayecto a la misma hora, todos los días, por eso cuando desapareció hubo un trastorno tan grande como el que se suscitó el día en que el hijo de Rey David se escondió en su casa para nunca volver a salir, dicen los díceres, y dejó a los Intelectuales desorientados, sin mascota y con la imaginación seca.Y eso fue después de lo del trompetista chileno.
Tres helios después de la llegada de la RRR Colonia salió de su casa aureoleada por su habitual olor a cochino mojado y tierra húmeda, en el cerebro molestándole la idea de que hacía más calor que de costumbre y que estaba a punto de cumplir los veintiocho. Se inquietó cuando al asomar por la esquina de La Magnificencia no vio al maratonista trotando. Creyó que estaría amarrándose un zapato o acomodando el parche de cartón para cubrir un agujero en la suela al otro lado del parque, o que se había detenido a orinar el muy inmoral y exhibicionista tras un árbol, o que había cambiado de ruta, asunto tan improbable como la posibilidad de que la Tierra doblara una esquina y tomara una órbita irregular. Casi como el cumplimiento de un presagio algo había cambiado dentro de la catedral: en el sitio que ella usualmente ocupaba por completo sólita estaba arrodillado un muchacho bellísimo, como esos querubines que tenían pintadas las estampitas adheridas al respaldo de su cama de bendita soñadora de buenaventuranzas. Estaba con la cabeza consumida entre sus manos, la cabellera limpia y trigal como una larga sustancia se escurría entre sus dedos de clavecinista. Parecía llorar. Como si fuera otra mujer la que lo hacía, Colonia, con aplomo de suripanta calculadora en territorio sagrado, se arrodilló a su lado y rezó deseando algo que jamás imaginó podría desear. Parece que hizo tanta fuerza que las paredes de la iglesia comenzaron a estremecerse leve, muy levemente, se diría que sólo para ella y el querubín. El muchacho levantó los ojos enrojecidos y la miró como quien ve un faro en medio de la blanca oscuridad de la bruma. Entonces Colonia se dio cuenta. Por primera vez en su vida tuvo la absoluta certeza de que sí, Dios existía, y estaba esperando en la habitación vecina a que lo invoquemos con auténtica fe para aparecerse como el supremo super héroe.
Ambos se levantaron al mismo tiempo como cantando a coro y en contrapunto y salieron tomados del brazo de la catedral, no pronunciaron una sola palabra hasta que llegaron frente a la casa de ella. Hasta mañana, fue lo único que se dijeron, y James se devolvió a casa flotando a cinco metros del suelo. Estuvo a punto de morir electrocutado por un cable de alta tensión. Afortunadamente unos pequeños malandrines le atinaron el occipucio a tiempo con una pedrada de mala leche y feliz resultado. Entonces James se acordó de que no era criatura celestial o literaria sino un convencional bípedo implúmido, cayó muellemente, y tuvo el pudor y la entereza de completar el trayecto caminando como lo exigía su terrenal naturaleza.
Al día siguiente y a partir de entonces siguieron yendo a misa de seis de la tarde sin importarles el inconveniente de las cagarrutas de las golondrinas. Hubo gran extrañeza cuando por primera vez se les vio caminando tomados decentemente del dedo meñique por el parque y sin prestar atención a nadie. Las anteriores novias de James se sintieron muy mal pues qué iría a pensar la gente si se las comparaba con esa solterona correosa, beata y bigotona que exhalaba un olor a muladar. De pasada le hacían desprecios y expresiones de asco a James, a James Po, que había acrisolado la belleza de su madre Marilú hasta extremos francamente insoportables . Él ni cuenta se daba. Los amigos del hijo de Po le buscaban los ojos para ver si aquello era broma o uno de los famosos actos extravagantes típicos de los Intelectuales.
Las beatas de las seis estaban paradas de pie por los aledaños de la Casa Cural y en medio del aquelarre bullía un puchero de brebajes malditos borboteando y jediendo como el peor aliento del infierno. Una y otra avechucha atizaban el fuego de tiempo en tiempo. Tan sabrosa materia no debía agotarse sin sacarle provecho. No obstante ser objeto de tan reconcentrada y rencorosa atención James y su beata se obstinaban en permanecer del otro lado, en el territorio exclusivo y solipsista del amor. Pasión como esa no es cosa del planeta Tierra, decían algunos de los vagos del parque, reblandecidos por las noveluchas de Radio Satélite. Pero como el tiempo hace de la excepción costumbre y del pecado norma y del día noche, no pasaron diez días con sus correspondientes noches de zancudos y calor de averno, sin que los generaleños se aburrieran de especular, buscar posibilidades, recovecos, berenjenales y matas de chayote.
Además ya San Isidro tenía muchas cosas importantes, graves y alegres y maomeno, en qué pensar. De todos modos vale la pena anotar la hipótesis de don Camilo. A saber:
—Colonia es una bruja que tiene emperrizado y engatusado al buen James y le ha despertado al inocente un ardor de pinga y corazón tan perncicioso que le ha elevado la temperatura al punto de hacerle perder el mal juicio que tenía.
Y sí, no sólo parecían afectadas las facultades mentales de James, sino que, dijo Calixto, había comenzado a trastornarse el clima exterior, que ya está llegando a los 45 grados a la sombra por culpa de ese amor contra natura. ¿Conclusión?
-Colonia es la culpable de que el aire de San Isidro se vuelva irrespirable, de que tengamos que dormir con ventanas y puertas abiertas y que el paisaje se está incendiando irremediablemente.
Cuando se asentó el revuelo, mas no el calor de caldera que estaba abatiendo a San Isidro y agostando las cosechas y matando a las vacas y a los tepezcuintles, los isidreños supieron aceptar ese romance con todas sus peculiaridades. Lo que resultaba molesto eso sí es el hecho de que Colonia y James comenzaron a vivir prácticamente pegados, como si fueran hermanos siameses. Para arriba y para abajo iban, ella rodeándole el cuello a James como si lo llevara inmovilizado en primera con una llave de lucha libre y él con una mano sobre la destacada cornisa de sus nalgas. No se separaban dicen que ni para ir al baño o para bañarse. James insistía en esa incómoda costumbre y ella en negarse al agua. Agarrados, aferrados, apercollados, sobrecogidos por la dicha de haber encontrado alma y cuerpo gemelos, decían, avanzaban por la Calle del Comercio, iban a misa, se sentaban en el mismo banco ante las mesas del bingo que organizaba la de la Medalla Milagrosa. Quien, hay que decirlo, no salía de su pasmo al ver el vuelco de su hija, que de sonámbula, solitaria, taciturna, bipolar, abominadora de los hombres, ahora resultaba una auténtica mariposa del amor, por Dios santísimo, amor no consumado, ella podía jurarlo a fondo y hasta sus últimas y antihigiénicas consecuencias, su nariz no sabría mentirle: a diez metros de distancia María de los Ángeles de la Medalla Milagrosa del Santísimo Sacramento, nombre completo, podía reconocer los pestíferos indicios del pecado carnal, asunto, señor, que le causaba náuseas y que le obligaba a eludir la cercanía de prostíbulos y casas de mala ortografía moral.
Decía: cuando se asentó el revuelo los isidreños supieron aceptar ese romance con todas sus peculiaridades. Y a pesar de ello, el anuncio de la boda volvió a alborotar el avispero y a hacer jeder la fritanga pues todos pensaban que aquello no era más que un capricho pasajero de James Po, afectado por el suceso en el que sufrió la aleve agresión de míster Bordenhouse, acontecimiento que fue conocido por toda la ciudad gracias a la técnica del samueleo de los termidores y al chisme ejercido por el mismo padre Clímaco y también por su futura y conjetural suegra.
Y si no era un capricho de James, los isidreños infirieron que podría ser el resultado de una de las fantasías histéricas de Colonia, quien creía haber hallado un ángel terrestre. Y sin embargo el plazo de dos años fijado para la boda hizo que lo de ellos perdiera de nuevo toda importancia. Colonia por primera vez se dedicó a coser un vestido para su cuerpo de armario barroco con nalgas de escándalo. En paciente labor, casi sin tiempo para ir a misa y pasear su cuadrúpedo amor, fue zurciendo pieza a pieza el rompecabezas de su destino. James, por su parte, recobró algo de su antigua personalidad. Se dedicó a ordenar papeles en la notaría e hizo descubrimientos notables: halló que en el año de 1948 Robustiano había capturado a un periodista acusándolo de comunismo y disolución moral sin aportar una sola prueba, y que hasta el momento no aparecía ninguna acta de juicio o de liberación. Mientras tanto revolcaba papeles y tarareaba canciones, lo que le sugirió la idea de reingresar a la Banda Municipal. Pronto fue la atracción de los domingos, las niñas casaderas lo miraban llenar de aire sus rosados carrillos y escuchaban los sonidos que emitía a través del clarinete y para ellas no había más que un músico y un buen partido y un alma limpia y ese era James Po, el hijo de la sin par Marilú, la desaparecida belleza que embestía y del ferretero Ponciano Po, don Tuercas y Tornillos. Y las niñas le aplaudían hasta que la sangre se les iba a las manos y lo ensoñaban con tal denuedo que se les humedecían los bajos fondos y pensaban que era una lástima que un chico tan hermosérrimo se fuera a perder en las interioridades mohosas de aquella maldecida arpía.
Lenta, muy lentamente, las piezas el vestido blanco se unían como por ensalmo, quizás con más firmeza y arte que las anteriores obras, porque acaso, decían, la cacatúa quería llevar su presa más allá de la vida. Y no carecían de razón. El tiempo y sus malas obras iban a demostrarlo. Los pliegues de damasco satinado bordado con perlas cultivadas tenían la blancura de las garzas que hicieron famosas las canciones de Benito Chúber, eran abundantes y generosos; las mangas forradas con seda de Cantón y remates de encaje holandés, el busto cubierto por una especie de peto de angora color champán, largo del todo hasta el nivel del suelo y abotonado con perlas de carey ceñidamente al cuello hasta la altura de la barbilla. Explicable del todo la extravagancia del atuendo, pero no la corona de azahares con espinas de árbol de limón agrio con la que quería pararse ante el altar. Hereje, la muy bestia, comentaban, y llegaron a preguntarse si no sería mejor quemarla con leña verde antes que verla defenestrando a tan galán mozalbete.
En la confección no se utilizó ni un solo alfiler y nadie tuvo acceso a la habitación donde ella cosía a la luz de una gran batería de velas en candelabros de siete brazos cuyo origen nadie sabía pero podemos conjeturar fueron producto de los saqueos del general tras el triunfo sobre los calderónguardistas.
Indigresión
El primer kilómetro de la Panamericana fue pavimentado en el Cerro de la Muerte dos años después del compromiso. El alcalde fe invitado a la inauguración. Había baile, whisky, guaro, mucha carne de res y una carrera de motos… O debía haberla, según el programa.
Regresión
Colonia comenzó a bordar el velo faltando tres meses para que se cumpliera el plazo fijado para la boda. Debía cubrirle no sólo la cara sino el cuerpo entero. El trabajo estaba atrasado y avanzaba tan lento que ella casi no dormía. James la esperaba a la puerta esperando su dosis de adhesión que decía indispensable para vivir.
—Si no te tengo pegada a mi cuerpo se me va el aire —decía, y se aferraba a su cintura con desesperación de lactante. Eso le hacía perder a la próxima santa tiempo precioso. Las beatas, sus antiguas más que amigas, sufrientes, creyeron llegado el momento de reivindicarla y con una enorme condescendencia decidieron visitarla y ofrendarle sus servicios. Ella no les dijo nada, simplemente permaneció en silencio, mirándolas como un gato que está en el fondo de un hueco y no quiere salir. Ya había perdido la costumbre de tener los párpados de madreselva caídos y miraba de frente, con descaro de mujer justa, virtuosa y con lugar apartado en el cielo. Las beatas echaron un último y feroz atisbo a la cada vez más escuálida y desproporcionada costurera: enflacaba ella y embarnecían sus nalgas al extremo de parecer que no era una sino dos las mujeres, una al norte y otra al sur, las que habitaban la humanidad de Colonia. La dejaron bordando el velo que ya se extendía a sus pies como una inmensa tela de blanca araña.
—Que esto va a terminar mal, termina mal —murmuró una lagarta—. Ya dice la Biblia que si en una casa no quieren recibir a Dios, hay que sacudirse el polvo y dejar al demonio hacer sus malas obras.
La plaga de las motos la trajo Renato, el hijo pelosnecios de Penélope Fernández. Se compró una Suzuki, impresionante y ruidosa, que espantaba a todos los perros de la ciudad y mataba a los que se dejaban alcanzar y mantenía despiertos a los que no estaban dormidos y despertaba a los que ya se habían olvidado de sus recuerdos.
Colonia seguía adelgazando. Comía sólo una manzana diaria y tomaba veintiocho vasos de agua. La cabeza ya parecía un fardo sobre el cuerpo de un títere desarticulado. James estaba preocupado. Intentó decirle que el velo no era lo principal del matrimonio. Ella le respondió:
—Sin el velo no me caso y te voy a decir por qué, amor de mi vida: necesito ocultar una vergüenza muy grande.
—Pero vergüenza de qué, si no te he tocado ni con el filo de un mal pensamiento.
—Es que, mi James, hay secretos que ni Dios debe saber—. Y se volvió a consumir en su actitud sombría y continuó bordando y enflaqueciendo.
Los cerdos enanos se murieron de inanición y solidaria pena. Las pasionarias se secaron. Sobre el maniquí estaba listo el vestido. Sólo faltaba el velo.
Nadie sabe cómo fue que a Penélope, la madre del loco Renato Fernández, se le ocurrió comprarle una moto. Parece que la vanidad del muchachito ya no se contentaba con pasearse a pie y necesitaba un aparato ruidoso y brillante como los que usaban los black panthers de la televisión. Desde que Renato escuchó lo de la carrera en el Cerro de la Muerte se imaginó a sí mismo batiendo todas las marcas y saliendo con su sonrisa de James Dean en la primera plana de los periódicos de la capital. Por una vez en la vida su heroísmo superaría el destello de la belleza de Sol, Cielo, Estrella y Lucero.
El tiempo seguía pasando, como habitualmente sucede, indiferente a las angustias de Colonia y al atraso de su velo. A medida que el plazo se acercaba sus manos se agitaban y le impedían trabajar bien; cada puntada debía repetirla hasta cinco veces.
La calle que conducía al Liceo siempre fue oscurísima, particularmente de noche, a pesar de que Oscar Pedernera, propietario de la empresa de taxis y de la fuente de soda que quedaba frente al colegio, había prometido hacer el gasto de la iluminación y pavimentación. Estaba llena de piedras menudas y cortantes que un camión del Municipio vaciaba todos los años a principios de invierno.
El velo estuvo terminado un día antes del plazo fijado para la boda. Colonia le dejó el último nudo flojo para hacer que le durara la emoción al apretarlo a última hora.
Eran las cuatro.
Colonia salió a la calle donde la esperaba James Po. Fueron juntos, apretados el uno contra la otra y viceversa, amangualados, apercollados, confundidos y compenetrados, a rezar por última vez a misa de seis.
Estaba soplando un magnifico viento atrabiliario y Renato tenia apenas dos pesos para comprarle gasolina a la moto.
Después de oír misa la pareja estuvo sentada frente a la catedral haciendo planes, entrelazados los veinte dedos y juntas las cabezas. La gente ya se había convencido de que el matrimonio era algo inevitable y que despegar a los siameses asunto imposible.
Las siete de la noche. Las beatas no pudieron soportar la curiosidad y entraron a revolucionar la habitación de Colonia.
James se olvido de la cortesía: al regresar esa noche dejo que su novia caminara por la calle mientras él lo hacia por la acera y por una vez se sintió a la altura del metro sesenta y cinco de la beata, rodeándole el cuello con el lazo ciego de sus brazos.
Una moto pasó rauda como un relámpago del cielo e hizo volar diez metros a la gentil varona. Dicen que el aparato la embistió como un toro de lidia y la elevó allende los postes sin luz y que su cuerpo cayó muy despacio, su vestido formando un paraguas invertido hasta el cuello, como si flotara y se posó en la calle, desnuda de la cintura a las pantorrillas, quedando intacto del todo en espectáculo inolvidable y sin calzones, muy bien peinado de su impávida e intacta cuca, pero ausente de espíritu por completo el entero cuerpo.
Dicen, aunque al autor de esta mentirosa historia no le consta, que una beata, la beata lagarta, acababa de deshacer el nudo final del velo cuando se escuchó el estruendo de la máquina, que quedó hecha pedazos, y un ruido como de castañuelas por el lado del Liceo.
Descubierto el rosto, Colonia lució su única sonrisa a destiempo, bajo su celebérrimo bigote de mariscal de los ejércitos de Dios.
Al entierro de Colonia, que siguió la ruta de todos los entierros, es decir la del Calvario, asistió todo San Isidro, incluyendo las suripantas, una cauda de ochenta donosas mujeres de la vida, vistiendo de rigurosos colores de escándalo, tal vez para escarnio de la profesión beatífica. James Po lloraba sobre el hombro de María de los Ángeles de la Medalla Milagrosa del Santísimo Sacramento. Californio el Simple llevaba del cabestro a su burrita amada, ya no del todo ignorante de los trajines de la vida, con el adorno de un moño negro. Don Camilo, por primera vez en su vida, verdaderamente compungido, llevaba también por primera vez a su legítima esposa, Celina, del brazo. Robustiano conservaba el orden de las filas de la multitud que quería ver por última vez a la que se llamó desde ese mismísimo momento la Santa Flaca o la Costurera Flaca. Míster Bordenhouse dejó sus camisas de flores hawaianas semitransparentes en casa y vistió un impecable tuxedo negro que terminó siendo pardo debido a la bauxita.
Cuando todo hubo pasado y la última palada de tierra cayó sobre el ataúd, el gringo, dejando a un lado sus maricadas, se acercó a James y le dio un pésame conmovedor y San Isidro de El General, por una vez, no hizo juicios o conjeturas y reivindicó tanto al bello James como a Bordenhouse.
A PIEDRA Y LODO

El sábado a las doce de la noche terminé la escritura de Historia de todas las cosas. Trabajé desde el lunes a las ocho de la mañana, todos los días aproximadamente 16 horas diarias, con pausas apenas para tomar café, escribir, ir al básquet, comer, escribir, tomar café, escribir, y dormir en promedio tres horas cada noche. Generalmente me acostaba a las doce de la noche y me levantaba a las dos o tres de la mañana. Quería dormir más pero el bullicio de mis personajes no me dejaba volver a conciliar el sueño. La energía me permitía estar lúcido casi todo el tiempo y sólo hacia el míercoles me sentí cansado. Me cayó una gripa del carajo, y, ni modo, adelante. También, me olvidaba, fui a dictar las clases de redacción en las facultades de danza y Artes Visuales. En total 580 páginas en 96 horas, menos las ocupadas en otros menesteres, aproximadamente, 35 horas. O sea, escribiendo ocupé 61 horas, a razón de ocho o nueve páginas por hora. El domingo lo ocupé en corregir los trabajos de los alumnos, leer el manuscrito del argentino, arreglar la casa, jugar básquet y reintegrarme a la realidad. Cuando dejaba de escribir era porque literalmente no podía mantener los ojos abiertos y todo mi cuerpo se veía invadido por un tremendo cansancio. La novela quedó hermosa, vigorosa, llena de peripecias y de filosofía, con personajes dignos de ser amados, a tal punto que una vez cerrado el último capítulo pensé que era injusto encerrarlos entre pastas. La novela había adquirido tal vida, que mi existencia comparada con la de ellos resultaba pálida. Pasará mucho tiempo antes de que sea publicada. hay muchos proyectos ya en imprenta y cada uno de ellos merece su espacio y su tiempo. Agradezco las lecturas de Armando Pinto, Félix Luis Viera y Silverio Sánchez Rodríguez. El cariño de Félix por el negro Vladimiro hizo que éste creciera hasta ser casi la columna vertebral de la novela.
A PASO REDOBLADO

Cronica de la escritura de Historia de todas las cosas. Quinto día de escritura: en total 380 páginas. El plan es terminar las 580 en siete días, es decir, el domingo. Al final de la crónica hallará un capítulo de la novela


YCrónica de obra en marcha y al fnal un capítulo de la novela, recientemente reescrito: La historia del violinista Rey David y de su hijo, Californio el Simple

Anoche dormí exactamente tres horas cuarenta y ocho minutos, desde las diez de la noche hasta la 1: 48 de la mañana. Llegué hasta la página 300 en la corrección de Historia de todas las cosas. En realidad no es solo corrección sino reescritura. Algunos personajes han crecido y tomado papeles más protagónicos, particularmente el negro Vladimiro (inventado) y Californio el Simple, cuya personalidad se basa en el famoso Tribilín, alias Mocolevá, una criatura angélica e imaginativa que iluminó al San Isidro real durante muchos años.
No he cumplido con el propósito de encerrarme por completo, pues mis ojos exigen descanso de la pantalla de computadora y mi cuerpo pide ejercicio. Ayer fui a la cancha de la Magisterial y jugué relativamente bien. En un partido de cinco metí todos los puntos. Colombias, cinco; enemigos, cero.
Allí estaba el gordo gigantón con el que me lié a puñetazos. Es más grande de lo que imaginaba. Debe medir un metro ochenta y seis y pesar más de cien kilos. El tipo me evitó, aunque jugamos en equipos contrarios. Era obvio que ya no quería el segundo rounnd. Yo tampoco.
Como no estaba seguro si el gordo había sido me contrincante, le pregunté al Bogart. Me dijo que sí, ese era.
Hoy me siento cansado después de escribir desde las dos de la mañana, después de ordenar y limpiar la minicocina de mi apartamento, después de avanzar en la lectura de un manuscrito de un escritor argentino, después de barrer y trapear mi habitación-estudio, la sala y el cuarto de lavado.
No creo que hoy vaya al básquet. Si no regreso a casa este fin de semana estoy seguro que terminaré la corrección. Ah, se me olvidaba: hice una breve escapatoria a casa de mi familia, es decir, a mi casa titular. No había nadie. Me bañé (no tengo agua caliente en mi apartamento literario). Vi que la Maki, nuestra antigua pastor inglés, había llenado de mierda batida el balcón de mi cuarto titular. No la limpié. Sigo con los excesos. Ya descansaré.
21. La mansión de Rey David.

El Restaurante de Pascual, natural de Villamuelas, cerca de Toledo, comenzó a ser construido al mismo tiempo que la iglesia y fue inaugurado cuando todavía no habían terminado de excavar el hueco de los cimientos de la nueva casa del señor Dios. La casa de Rey David, cuya disposición nadie entendía, localizada justo en el sitio más escarpado de la Cuesta Pedregosa, se erigió inmediatamente después de terminado lo de Pascual y todavía la catedral no se alzaba ni tres palmos y dos jemes del nivel del suelo. Las dos construcciones de madera, la de Rey David y la de Pascual, fueron proyectadas por un arquitecto egipcio que iba de paso y comisionado en busca de un sitio para fabricar otro Canal de Suez y aprovechó para dejar en este lugar, que debió parecerle lo suficientemente digno, la huella de su ingenio especialista en laberintos de pirámides y en jardines de senderos bifurques. Nadie sabe cómo ecce homo de piel de aceituna envasada y ojos de reflector ciego…

¡De coneja extranjera!
Bueno, sea de coneja extranjera.

logró convencer a los dos tipos, el villamuelino y el músico, que era arquitecto constructor y cabalista, máxime si consideramos que no portaba papeles que lo acreditaran profesionalmente, como no fueran los de algunos empeños, ni, según los que lo conocieron, documentos de identidad, lo que lo clasificaba entre los seres sin certificado legal de existencia, grave asunto en San Isidro, o más claramente (esto lo firmó el negro Vladimiro) en coterráneo de Crisóstomo Reflejo. Era comprensible que el hombre hubiera congeniado con don Rey David, pues éste tenía la misma cara de enigma oriental y gran parte de sus manías laberínticas, pero Pascual era un ser diferente, sólo comparable a Fermín Fano en cuanto a convicciones, es decir, era ateo y materialista, macho y sinvergüenza, capaz de vender el alma de su madre a cambio no de un plato de lentejas, sino de dos íngrimas lentejas, capaz de hallarle utilidad a las cucarachas, que de hecho eran parte de la fórmula secreta de su pimienta famosa. Hombre, en suma, muy poco apto para comprender y aceptar barroquismos inútiles. Parece, a la luz de la distancia (eso sucedió hace unos cuarenta años pero para mí apenas está sucediendo) que la una casa fue construida para satisfacer al violinista y ocultar los bestiales meandros pasionales que allí se cocinaban y la otra para torturar al español de Villamuelas, que desde el momento que abrió las puertas de su restaurante comenzó a saber que tenía allí mismo, en algún lugar de su edificación, las puertas del infierno.

¡Voy, voy! Que sestá poniendo trágico el follón, si desageras naiden te va creer. Problemas de ellos, respondió Mateo, y a otra cosa don Simón.

Don Rey David violinista amaba cada recodo de su dédalo de madera, tanto que no se aburría de observar la disposición de los cuartos, las paredes, las ventanas, todas cegadas con tablones desde el mismo día de la inauguración. Se preguntaba Rey David si no estaría loco, que veía los cuatros más grandes o más chicos según las temporadas o las variaciones del clima. Salas de forma piramidal, milimétricas buhardillas que semejaban el cuerpo de una mandolina o un contrabajo, paredes engañosas y sorpresivas, que un día estaban en su sitio y otro no, ventanas antinaturales, en lugares inaccesibles o surgiendo del piso como si la otra mitad estuviera oculta en la planta baja o bajo tierra. En realidad era una casa estrambótica, como su dueño o como sus habitantes. Tenía ventanas interiores que se confundían con gran cantidad de tepejos y había puertas que se abrían a otra habitación o al lote del traspatio o a un inexplicable abismo cuyo fondo estaba oculto por humores mefíticos y puertas que se abrían al vacío en el segundo o tercer piso y ninguno de sus habitantes se preocupaba por saber si la puerta que abría daba a otra habitación o al lote del traspatio o al abismo o a un acantilado, porque consideraban, como consideraba Rey David, que lo que se empieza a hacer, debe hacerse hasta el final, sin medir las consecuencias, y si pisaban en el vacío y caían entre la basura del lote vecino o en un desfiladero con azotes de mar contra los arrecifes y se rompían la crisma, era inevitable.
El amor del músico por su casa no era el de quien se había esforzado siempre por tener algo y una vez adquirido lo aprecia. Rey David lo amaba como si se la hubiera ganado en una rifa inexorable en la que cada cual debe adaptarse a lo que le toca en suerte y él consideraba que el azar lo había favorecido considerablemente. A veces el violinista desaparecía durante semanas y los vecinos pensaban que se había contagiado del ambiente enfermizo, casi vesánico, que reinaba entre la multitud de habitantes de la casa. Pero volvía a salir, lleno de nueva energía, seguido por Californio, que por entonces no tenía burrita amada ni se había aficionado a las melodías vegetales, dispuesto don Rey a cumplir con sus obligaciones, una de ellas, enseñarle a tocar el violín a Nessim, hijo de Aviva y Yarmuch Geldsteinberg Hohensolen, y a un muchacho grandote, hijo de extranjera, a quien apodaban don Garrapata, un muchacho medio tarado con cara de trapezoide, piel picada de viruelas y tan aficionado a leer que había hecho un hueco de topo bajo su casa donde tenía mil libros robados de la Biblioteca Municipal.
Nessim hizo todo el esfuerzo para aprender las siete posiciones pero no logró pasar del abismo de las corcheas, pues sus dedos de mongolito no lograban liberarse de los fantasmas de las miasmas de las membranas que los unían como a las patas de una rana. Yarmuch decidió perder toda fe en la posibilidad de que el muchacho se encarrilara en una vida de esfuerzo y dedicación, llegara a ser un virtuoso, abandonara esa desasosegante sonrisa de eterna placidez, se casara y tuviera hijos que heredaran el emporio de El Embajador de la Elegancia con todo y vírgenes impúberes. Se conjeturó que antes de que Nessim desapareciera sin dejar pistas que llevaran a la conclusión de que se había embarcado en un crucero panameño como bell boy o simplemente había sido escabechado por, digamos, el marino amante de la Malandra, y nadie (¿nadie?) supo decir si fue que Yarmuch, avergonzado, decidió enviarlo a Eilat para que trabajara en un kibutz y consiguiera un cerebro de segunda mano, o si había muerto de alguna enfermedad súbita que le había afectado las sensibles pecas rosadas.

Mateíto, esa frase como que perdió la brújua. Razón habéis, villano amigo, pero no puedo detenerme en pirruñas y nimiedades, que viene lo bueno.¿Y el Garrapata?
Un impostor, malevo compañero, mejor dejarlo en el sótano.

Se decían muchas cosas que no por falsas dejan de ser interesantes y por eso se registran en el presente texto corriendo el riesgo de la censura y quizás algo más, ya que Rey David debe estar vivo todavía y es un hombre de fuertes calzoncillos que encierran dos grandes razones que pueden poner en aprietos al más bragado. Se comentaba por ejemplo que era brujo alquimista y verdolario y si no trataba de encontrar piedras filosofales o de trasmutar metales impuros en oro, era porque el truco ya estaba muy gastado en otros tiempos y otros libros, y además asunto por demás sencillo, que por otra parte podía causar enormes perjuicios a la natural naturaleza, pues qué sentido tiene alcanzar una fortuna con sólo chasquear los dedos. ¡Esfuerzo, señores!, gritaba Rey David, y tú, Californio, hijo, ¿para qué sirves?
Californio, misterioso, le apuntaba con una pistola que era su dedo meñique izquierdo, torcido como un garabato en la falangeta. Ya verás, padre, ya verás. Por lo pronto el Simple comenzó a adoptar las costumbres de su padre: desaparecía semanas enteras, pero no en los meandros de la mansión de Rey David, sino en la selva que se iniciaba en su traspatio, días y días y días, hasta meses, y regresaba más flaco que un Robinson, con pelambres de misántropo y tres pelos en la barbilla, y más sucio que el obispo Gruesa y Cordera, a quien espero presentarles. Pero nunca, nunca, triste. Siempre brincando de alegría, como si en el monte tuviera guardado un tesoro o por lo menos un amor sincero.
--¿Dónde estuviste, atarantao, hijo mío de mi alma, pobrecito?
Hacía titilar sus párpados, levantaba sus dos manos dejando ver su dedo meñique torcido en la última falanjeta y decía escondiendo la cabeza entre los hombros como una tortuga:
--Eso no te lo puedo decir, eso no te lo puedo decir -y sonreía con una expresión de placidez auténticamente franciscana. Que ocultaba su misterio. Lo digo desde ahora. No conozco misterio pero habré de investigarlo.

Invéntalo, Mateo. Bien que puedes. Que no, mi alma de cristal. Esto no lo invento, que es asunto delicado. El Señor después me la cobra. Hay asuntos que es preferible no tocar. El negro Vladimiro entendió esto y no pudo terminar su Última cena… Y no digo más.
Dije que don Rey David despreciaba el asunto de las trasmutaciones porque el truco ya estaba muy gastado en otros libros, no todos contemporáneos, y además, porque el procedimiento era y es mucho más costoso que cualquier metal áureo conseguido en un laboratorio doméstico. Ahora me extiendo sobre el tema: tenía sus matraces, sextantes, octantes y chirimbollas y sus líquidos y a veces, por simple espíritu deportivo y contradictorio, transformaba el oro de anillos, aretes y collares en objetos de cualquier metal innoble. Además, en sus estudios de química burda había llegado a la conclusión de que el polvo rojo que rodeaba a San Isidro y sobre el que estaba basado el pueblo era más valioso de lo que nadie imaginaba. Y sabiéndolo durante años, nunca lo dijo, porque no le importaba.
--Todo fingido progreso, no es más que regreso, decía, tons pa qué.
Se ocupaba en buscar aliados del plano espiritual y ectoplasmático, en tratar de comprender el mundo sin querer transformarlo, en hacer el amor tranquila y dulcemente con las diez o quince mujeres que pululaban por su casa, cuyo parentesco no le importaba. Rey David, con sus dos metros diez y su constitución ruda y sin embargo sentimental, hallaba en el amor tirreno y democrático un placer casi maniático, sólo comparable al que sentía cuando con la mejilla izquierda pegada poco ortodoxamente a la almohadilla de su violín desgarraba pasionales notas que se arrimaban al fundamentum inconssusun veritatis. Lo curioso del músico era precisamente aquella paradójica condición: un cuerpo que parecía escapar de su control y una ternura de geisha que le obligaba a gozar con cada arpegio, con cada trino, pizzicato y estacato, glisando, doble o triple cuerda. Llegó a tocar con el arco y el violín al revés como Pagannini y dicen, pero esto no lo creo, que en una ocasión se le reventaron las cuatro cuerdas y aun así terminó la interpretación. Esto me lo contó el Marino Hurenson cuando lo trajeron detenido, amarrado como una manguera de bomberos y acosado por Robustiano y sus dos canallas.
Rey atacaba las armonías arcanas e imposibles de Paganini o Dvorak con una facilidad de sueños que hacían fluir lágrimas a sus adictos y particularmente a Californio el Simple, quien desahogaba sus angustias artísticas masticando pasto, pétalos de rosa y laurel, lo que andando los años lo convertiría en un virtuoso del arte vegetal. Después de los conciertos íntimos de su padre, Californio huía como enloquecido, entraba en la selva y no se volvía a saber de él.
Y cuando el Rey David desaparecía de las calles de San Isidro recorría sin descanso su casa buscando quién sabe qué, caminaba apresurado por los corredores y abría con violencia y súbitamente las puertas para mirar el interior de las habitaciones, como si quisiera tener una imagen integral y simultánea de la casa en un solo instante. A veces creía hallar un punto especial y dedicaba todo el tiempo a su estudio, lo palpaba, entre acariciador e inquisitivo, lo miraba desde todos los ángulos y de todas las formas posibles, y Californio, si no estaba en el monte, detrás, como un escudero siempre fiel y siempre sorprendido.
Rey David parecía querer encontrar algún secreto que le hubiese dejado el egipcio escrito en alguna parte de su obra. Y para paliar la angustia que le ocasionaba la inminencia de lo que había de llegar, Rey David colocaba su atril japonés frente al lugar mágico, se paraba gallardamente ante él y allí era la apoteosis de Fritz Kreisler, Bela Bartok y Niccolo el pederasta. Californio entonces se tendía en el suelo y con una mano en la quijada asistía a la colisión de las estrellas. Al final huía como si lo persiguiera la legión entera de demonios. Bajo el estruendo, susurro, deleite y sufrimiento que trasmitía la música, había algo más. Y él iba a descubrirlo, eso decía el Simple.
Y así eran las cosas en la mansión de la Cuesta Pedregosa.

22. El villamuelino Pascual. Valses en pizzicato y Vladimiro
ante los colores de la sin par Villamuelas.

Con el edificio de Pascual el asunto fue diferente. Cuando terminaron de construir su casa faltaba un carpintero que se había quedado en el interior arreglando una puerta descuadrada, y por más que lo buscaron y le gritaron, no pudieron hallarlo. Desde ese día el villamuelino supo que el arquitecto no le había construido lo que él quería, un establecimiento funcional y cómodo, sin complicaciones, sino precisamente lo contrario, un entreveramiento de corredores, habitaciones, puertas y ventanas, que carecía del más elemental sentido y supo que su edificio no era algo corriente, sino una especie de casa de sustos en la que bastaba entrar para sentirse inquieto, como si existiera algún odio pegado a las paredes que se fuera segregando lentamente con el paso del tiempo. Pero Pascual no era español por haber nacido en Villamuelas, tierra de muchas caries, sino porque era terco, más terco que una mula encinta y se dijo que podía tener la mera sucursal del infierno encerrada en su casa pero no se iba, y para hacer rabiar al espíritu, al engendro maligno, al enemigo malo, o a lo que fuera, montó un restaurante donde vendería celebérrimas salchichas, butifarras catalanas, lechoncito belga y sobre todo unos ravioles muy sabrosos por lo sucios y sabrosos. Su especialidad más conocida y apreciada era la pimienta de cucaracha. Y lo más digno de loa era este detalle: ni el más leve ingrediente de sus recetas era secreto: allí los clientes sabían lo que estaban comiendo porque podían ilustrarse gracias a cartelones muy bien escritos, que incluían fotos minuciosas de los platillos y sus públicas recetas. Que la mugre es muy buen condimento, decía, la mejor vacuna, y si no miren a los pobres, que todo lo saben: comen hasta mierda y hay que ver cómo les aprovecha: van directo a la sepultura sin mucho gasto de recursos naturales agotables, eso es dignidad, sí señores, decía el villamuelino. Pascual, con su cachucha y su pañuelo de caricatura y su camiseta a rayas horizontales y su pantalón ceñido de torero, tenía también sus momentos filosóficos, y aunque pretendía crear una especie de merendadero familiar, donde se llenaran las barrigas los más esquilmados, pronto fueron llegando los ricos, entre ellos Óscar Pedernera, que hizo una fortuna fulminante. De ayudante de bus pasó a conductor. Se dice que antes fue arriador de cerdos. De conductor de bus a propietario. Se rumora que desbarrancó en el Cerro de la Muerte al dueño auténtico de la empresa tras una borrachera en la que lo despojó de la factura del bus de escalera. De propietario a arrendatario y así sucesivamente hasta que poseyó medio San Isidro. También fueron asiduos Denario Treviño, que tomó a Pascual como confidente de sus cuitas de amor con Clementina, y Sebastián Pereira, mesurado y calculador, que había aprendido más del matrimonio que de Alcalá de Henares, Salamanca y Harvar. Cuando la mujer habla el hombre calla y los salen ganando, acostumbraba a decir el eterno proyecto de diputado. Y andando el tiempo, ya viejos y no siendo conveniente que se los viera rondar en torno a mesas de póker, cervezas calientes y ravioles, los que ocuparon las barras y los reservados fueron los hijos, los renombrados Profesionales, en especial Serafín Pereira. Pero sucedió que los clientes ya no se satisfacían con salchichas y ravioles y pedían hacer la digestión practicando abdominales con sus amigas de quince pesos y como Pascual era comprensivo y el infierno tan temido le montaba un cacahuate, diciendo que a él qué diablos le iba a asustar el demonio si había dormido con él dos años en Navarra durante la guerra dizque civil. ¡Infames, cuál guerra civil! ¡Toda guerra es incivil! De Franco. ¿Qué Franco? Ah, Franco, ese hideputa, hipócrita vil y rastrero. A mí con infiernos, coño, recoño, leches y hostias, si San Isidro es el paraíso, qué me voy a estar ocupando de infiernos.Lanzaba besos al cielo. Y mujeres, bah, se las regalo, todas pa ustedes, a mí la paz de mi cama, el sosiego de mi sepulcro y con su pan se las coman.
Pascual era, sí señor, compasivo y comprensivo, y por eso complació a los machacadores consuetudinarios arreglando habitaciones en las que había camas de somier (y nadie sabía que diablos era eso), papel tualet y baño particular y toallas de terciopelo violeta con bordados en flor de lis de color rosa mexicano. Parece que al inicio lo de Pascual era de un lujo similar al de la primera casa de Clementina, y da mucho que pensar el estado en que, según dicen, ahora se halla. Yo mismo he pedido permiso para ir a visitarla pero no se me ha concedido. Si con dificultad se me permite ir al baño, pero bueno, con mi limitación me basto, que gracias a una loquilla que conozco y con la que duermo y me levanto, puedo ir a todas partes sin rejas ni permisos y órdenes de alcaldes.
Pero el caso es que pocos llegaron a conocer las delicias de Pascual ya que comenzó a circular el rumor de que los amantes subrepticios se perdían en los corredores intrincados y ni los gritos servían para guiarse pues los ecos repetían no sólo las palabras recién pronunciadas sino las dichas en épocas remotas, y sugieren los conocedores que quien se dedicara a recopilar y estudiar las voces bien podría escribir la historia arcaica de San Isidro de El General y aclarar de una vez por todas unos cuantos enigmas pendientes: 1. ¿Quién era ese bendito general que no dejó, aparte de su título, general, un solo recuerdo y únicamente legó un orgullo flotante y corrosivo a los isidreños? 2. ¿A qué se debía el hecho de que las prostitutas hubieran estado presentes, siempre prósperas y en flor, a lo largo de tantos años, incluso en las temporadas de prohibición draconiana en las que hubo hasta penas de estupro masivo y leña verde? 3. ¿Por qué la piedra del Cerro, a pesar de inclinarse a lado y lado con los ventarrones y a pesar de aumentar su inclinación año con año, nunca se caía? 4. ¿Dónde estaban todos los negros lindos que vinieron con la primera carretera? Y, sobre todo 5. ¿Por qué había tantas, pero tantas, tantísimas mujeres de belleza espantosa, insoportable, perniciosa, aletargante, que convertían a los hombres emprendedores del pueblo en simples conductores de carretas floridas, celebrantes del amor, del placer, del ocio y la garrulería?
Ante el hecho de tener un averno doméstico en el local donde había decidido hacer su vida, Pascual no se amilanó. Lo primero que hizo fue estudiar los vericuetos para hallar caminos de salida y ya con los planos en la mano se dedicó a pintar flechas que sirvieran de guía a los descarriados. Aún así, los lugareños, salvo contadas excepciones (Serafín Pereira, La Sietecolores, el marino Eric Huurensohn y Violeta, luego apodada la Malandra, hija de la Musoc) temían ir más allá del salón que servía de restaurante y ninguno que tuviera más de dos dedos de frente se hospedaba allí, o usaba las habitaciones para hacer un día de campo con su novia.
Pero sólo fue años después de la inauguración, cuando la noticia de que en San Isidro había una casa encantada se esparció. Por lo pronto, y dos días después de la desaparición del primer carpintero, Pascual decidió estrenar su mansión a todo bombo. Era martes trece o domingo siete (las versiones se contradicen) porque aunque la fecha fuera de mal agüero al villamuelino le importaba un cohombro y un pepino y una zarigüeya, aún más, parece que lo hizo a propósito pues afirman que le gustaba la retar a la mala suerte y no desperdiciaba ocasión para pasar debajo de una escalera, romper espejos o regar sal, coleccionaba gatos negros y todo tipo de fetiches que conseguía en el Barrio del Cementerio o en el mercado. Nadie sabe si es cierto lo del odio pegado a las paredes, algunos suponen que toda esa farangalla era un invento fraguado por un empedernido lector de obras malditas o que la fementida costumbre de guardar ídolos le hacía imaginar desgracias constantemente, y otros más tendenciosos, dicen que tenía una secreta afición, un gusto por las atmósferas asesinas, e incluso comentaban que tramaba horrores e impulsaba a los muchachos, a Serafín, al marino hijueputa y la Malandra, a cometerlos, o que mataba niños para cortarles los dedos y así fabricar sus famosas o siniestras salchichas con pimienta de cucaracha, de modo que cualquiera estaba expuesto a encontrar una uña en lo mejor del bocado como en una novela de Curzio Malaparte que me envió la admirable y desconocida poetisa payanesa.
Aunque Pascual no conocía a nadie en el pueblo, hizo una invitación pública para inaugurar la construcción.
Conozca a Pascual
rezaban las pancartas en forma de emparedado que le colocó a Alexis, Príncipe de Mónaco, quien, de acuerdo a los chismes, únicos documentos asequibles en un pueblo de fin del mundo donde no había registro civil, era en realidad hijo de un conde español llamado Quincuagésimo de Montalbán de la Reguera, el cual, viendo la calidad de cretino que había engendrado, viajó hasta América, bajó en un puerto de negros y turcos y españoles y árabes y la madre entera, tomó un autobús hasta la meseta, luego otro vehículo destartalado y sin techo rumbo al Cerro de la Muerte. Bajó el noble caballero descastado al valle con su manso menso bien abrigado. Él, con una pulmonía cuaternaria, tuvo que pernoctar casi tres meses de fiebres y vómito, hasta que se recuperó y después se despidió de su vástago. Lo abandonó en el sitio más alejado que pudo encontrar. Y aquí el muchacho se dedicó a conversarle a las paredes sobre no sé que castillo y no sé qué doncella defenestrada, y las hermosísimas del pueblo, hallándolo muy parecido en todas sus partes menos en las patas a los príncipes de cuentos, dieron en la costumbre de acariciarlo y convertirlo en una especie de animal amoroso y sentimental que haría cualquier cosa por complacerlas, por dura que fuera la faena. Historia bastante poco edificante no pertinente agora. La que estábamos contando era atinente a la inauguración del edificio de Pascual y la llevábamos por el extremo donde el villamuelino colocó dos cartones para que el bobo los paseara por el pueblo y los tales cartones iban el uno en la popa y el otro en la proa. Y como le dificultaban el caminar, Alexis, con la deslumbrante lucidez de los idiotas, optó por colocárselos de lado, sobre los dos brazos, y como los cartones siguieron balanceándose, arriba-abajo-arriba-abajo, de pronto se descubrió pájaro y salió corriendo. Movía tan rítmicamente las alas que los niños (Ildefonso, Bogar, Betoben, un tal James Po, el Palomo, amistados por esa ignorancia de la connatural maldad del género humano a la que llaman infancia) lo siguieron largo trecho para ver si levantaba vuelo y efectivamente vuelo levantó pero no hacia arriba, sino hacia abajo pues cayó en un barranco abierto al borde de la Cuesta Pedregosa y se reventó el correspondiente hocico. Oh Alexis, a pesar de su fracasada vocación ornitológica siguió conservando virgen el sentido del deber y como el caballo prieto azabache se dijo que podía ser o parecer todo lo taradito que quisieran pero cuando le encargaban una misión la cumplía por sobre todas las cosas. Levantóse entonces con sus alas enderezadas como Dios le dio a entender, desanduvo la empinada ruta del barranco rumbo a la superficie, recorrió el Barrio de Liceo, regresó a la Panamericana, enrumbó al Cementerio, bajó la Cuesta Pedregosa, dio varias vueltas al parque corriendo y gritando entre sudor y sangre
conozca a Pascual
nosca a bascual

hasta terminar aullando
mosca en la sal
con los cartones pegados al cuerpo en el Bar Tico donde culminó su periplo y echóse a dormir amparado por brazos maternales y etílicos en la cama de una suripanta compasiva en disfrute de su merecido recreo.
En mientras el villamuelino desarrollaba una actividad frenética: adornó la sala de la casa, que todavía no tenía trazas de devenir en restaurante, consiguió mesitas prestadas en el Restaurante de los Camioneros, roció el piso, costumbre de piratas devenidos dueños de fonda, con vino amoroso, colgó cintas con los colores heráldicos de la sin par Villamuelas y contrató música. Esa fue la parte más ardua de los preparativos. Casi nadie sabía de músicos todavía. Tuvo que recorrer muchos barriales bajo una lluvia pertinaz que hacía más húmedo el calor y más caliente la humedad, antes que le soplaran que por la Cuesta Pedregosa vivía un chavalillo que fabricaba armonías con un instrumento maullador. Así le dijeron. Hacia allá se dirigió. A medio camino se quitó los botines charolados de cordón hasta la canilla y los guardapolvos de gamuza. Se arrolló los pantalones encima de las rodillas. Entró a una covacha al lado de la cual se estaba desperezando una gran construcción de madera muy similar a su propia casa. Y allí, ¿qué vio? Un majo grandísimo, de pelo vertical a pesar de los litros de grasa de cerdo que aglutinaban los mechones apestosos como vellón de carnero viejo. Reclinaba la cabeza sobre un pañuelo que estaba extendido sobre la quijadera de un violín sobre cuyas cuerdas brincaba un arco como la prolongación de la mano y el brazo mismo, ora apasionado, ora violento y lento, como el discurrir de un río que parece no avanzar y cuyo estruendo de aguas sin embargo escuchamos, mientras las facciones del muchacho se contraían y distendían al ritmo de una melodía endiablada, y tal parecía que al engendro aquel le estuvieran sacando las cuatro muelas del juicio y al mismo tiempo toda la horda de maestras del placer le estuvieran exprimiendo hasta las últimas gotas del fundamentum inconssusun veritatis.
Pascual carraspeó. No hubo respuesta. Le tocó el hombro. El sudor empapaba el pañuelo y parecía que la interpretación de la partitura era cada vez más difícil, más placentero y doloroso el trance, más cercano a algún impreciso final. El codo bajaba y subía poco ortodoxamente a velocidades increíbles, el arco saltaba como enviando un urgidísimo mensaje en clave morse. Pascual pu so su mano de manera enérgica sobre el hombro del muchacho.
Con tres golpes de arco impetuosos y teatrales acabó aquello que, bien vistas las cosas, parecía un ejercicio de mímica extrema.
Que necesitaba un músico, le dijo, y el otro, que apenas estaba aterrizando del éxtasis, le respondió que no se vendía. Pascual se rascó la marrullera cabeza, reflexionó un momento y luego, iluminado, le habló de Bach y Beethoven y Van der Kerkof, de Vivaldi, Frescobaldi y Francesco Totti. La receta estaba justa a la situación y en la dosis adecuada. A las ocho tuvo música esperando sobre una silla y dos botellas de Marqués de Rascail sobre una mesa haciendo el papel de atril. El resto de los preparativos estuvo a punto a las ocho y cuarto. A las ocho y media el villamuelino se asomó en busca de la multitud que iba a gozar de su dadivosidad. A las nueve la llovizna impertinente se estaba poniendo seria. El villamuelino miró al cielo y puteó a todos los santos. Entró de nuevo y le preguntó al muchacho (cuál es tu nombre, Rey David) qué clase de pueblo era ese donde la gente no asistía a las fiestas de regalo. El músico le respondió, como era tradición, que San Isidro de El General no era un pueblo, sino una ciudad, y no una ciudad cualquiera, sino una ciudad de un género muy especial, donde sólo había prostitutas, beatas, camarajunioristas y los demás eran solamente imágenes inventadas por quién sabe qué orate para desorientar a los turistas. Pascual se acercó al músico mirándolo a los ojos para ver si descubría en ellos la chispa de la insania o la opacidad de la broma y halló únicamente un par de enanos mágicos y escuchó la voz quebradiza del hombre que le decía.
--Entre usted y yo hay algo especial.
El villamuelino se estremeció y prefirió ocuparse de las salchichas y butifarras catalanas, el hielo y las bebidas. Sintió retumbar el mundo bajo el impacto de un rayo de Dios que convirtió en oro todo lo visible y por un instante permitió ver lo invisible. Cuando salió de su estupor y del reconocimiento de que hasta lo más insignificante poseía una belleza de muerte, se asomó de nuevo a la puerta. La lluvia pintaba de rayas casi sólidas y continuas el cielo y por la Cuesta Pedregosa bajaba un torrente de barro que comenzaba a anegar el parque.
--Y dicen que antes no se conocía la palabra pecado en San Isidro --dijo Pascual.
A las doce de la noche el villamuelino estaba arranado y amojamado a la puerta de su casa, con la quijada entre las manos, pensando en cuánto había dejado abandonado en la incomparable Villamuelas, donde era cierto que tenía mala fama, cicatero le decían, pero por lo menos estaba entre gente alegre y dicharachera, entre vaqueros con vacas y pastores con cabras, que no despreciaban una buena bota de vino aunque estuviera medio agrio, y recordando también su llegada a este país de nombre tan promisorio y después su peregrinación por los pueblos donde lo recibían el alcalde y el cura y le pedían noticias de la madre patria, o hacía discursos políticos que en más de una ocasión lo pusieron en aprietos con otros españoles renegados y renegridos de sol, pero generalmente las lindas del pueblo le guiñaban ojo y medio y los niños lo seguían y tantas cosas que le sacaban lágrimas al compararlas con la indiferencia de este lugar al cual había caído atraído por leyendas engañosas de impunidad y amnistía y bienfacencia.
Estaba ya lo estaba cabalgando la yegua de la negra melancolía cuando acertó a pasar Vladimiro, calado hasta los tuétanos pero ebrio de lluvia y vigor, cantando y haciendo de la vida un espectáculo y era como si lo estuviera siguiendo una compañía de cómicos y filarmónicos y frenápteros, pues decía al viento que había llegado con su Niña Blanca a la cifra de siete negritos más cinco mulatas más dos pares de gemelos del todo blancos, todos enteritos de sus partes, hermosos y sanos como un batallón de soldados acuartelados y sin guerra.
Vladi se allegó hasta el alero de Pascual y entonces fue cuando el villamuelino concibió la idea de cachetear a la fortuna y vengarse de los generaleños: la celebración se iba a llevar a un término con un solo y humilde invitado, aunque éste fuera del color de la amargura, y su rencor incubaría huevos de serpiente al calor de las habitaciones escondidas tras las puertas secretas.
Pascual invitó al negro que le pareció el más negro de todos los negros imaginables, un lujo de negro, con dientes y palmas de manos blancos como la primera nieve en primavera.
Invitólo a pasar, dije, explicándole el motivo de la fiesta y como Vladimiro era de los que entran sin pensarlo dos veces en todas las fiestas y comilonas y en aquellas puertas que se abren en una sola ocasión igual que las fisuras en el universo o las verdades en el sueño, allí se introdujo todo un espectáculo de músculos de pantera destellando en la noche a la espera de algún suceso interesante. No se atrevió a preguntar al hombre de la boinita y el calzón de puto si se llamaba Crisóstomo Reflejo, pero hasta el final conservó la sospecha. Tengo mucho gusto del disgusto de conocerlo, dijo Vladimiro, cosa que el villamuelino entendió como sabiduría vernácula.
Pascual se dirigió al músico y le dijo que se fijara, que ese hombre no era ni camarajuniorista ni beato ni prostituto y sin embargo tenía características muy poco fantasmales. Rey Davicito estaba verdaderamente muy asombrado y tupefacto. Tuvo que tocar al negro y abullonarle el pelo apretadamente enroscado, tentar la cara de festival vallenato y reconocer las ventanillas amplias de la nariz, los labios explosivos y la piel de entraña oscura.
--De verdad que es un negro, un negro fino, como los de los cuentos o como un rey mago – concluyó-, definitivamente San Isidro está cambiando.
Pascual, satisfecho por el triunfo sobre la fantasía de Rey David, volvió a asomarse para ver si pescaba algotra persona. La lluvia vertical le azotó el rostro y con ella un cardumen de peces bigotones que caían en tupida formanción del cielo sobre la acera formando pronto una alfombra viva, vibrante y repulsiva. Pateó los que pudo y siguió oteando el horizonte. A lo lejos, en la oscuridad y ofendidos por las agujas de agua que les daban directamente en los rostros, en la oscuridad del parque, con el barro hasta las canillas, alcanzó a ver a dos figuras que avanzaban tambaleantes discutiendo a gritos bajo la lluvia torrencial y sucia. ¿Qué discutían? Pascual no pudo saberlo debido a la distancia.
Nosotros sí. Discutían a gritos bajo la lluvia sucia la posesión de una mujer. Eran, después se supo, Fermín Fano, el gran ateo, y Ponciano Po, don Tuercas y Tronillos, y discutían, entre trago y trago, si correspondía al hombre apoderarse de una mujer por la fuerza del amor o si más bien llevaba ventaja el que la había ganado por virtud de la institución sacramental. El mo…

Se suspende el manuscrito. Don Garrapata se compromete a buscar el cuadernillo correspondiente para reproducir las partes faltantes. Mientras tanto se permite un ejercicio de imaginación, esperando no ser infiel.

Y también dijo que en realidad San Isidro no existía, sino en la mente de un presidiario que entretenía sus ratos de ocio, que eran todos, entre rejas, inventando insensateces, y que si en realidad existiera, sería muy diferente ciudad: discreta y turística, emporio de empresas, de mujeres sí muy lindas. pero muy también muy mucho decentes, de bragadas madres de familia y de hombres tesoneros, honestos y respetuosos de las leyes de Dios. Y agregó que tal vez hasta el segundo San Isidro no existiera y ni siquiera el presidiario fuera ente de razón, sino todo ello producto de la mente proditoria de un muchacho greñudo y desgreñado, apodado don Garrapata, quien en alguna oportunidad sí vivió en el San Isidro de la realidad real, quien en sus ratos de inspiración, ya bastante lejos de aquí, dio en la ocurrencia de calumniar a tan alta ciudad, que es hoy en día el orgullo, blasón y bastión y todo lo que quieran de un país próspero, pacífico, lleno de seres humanos entrañables.
Se reanuda donde se suspendió. Falsa alarma. No se perdieron páginas, simplemente se cuatrapiaron.

… tivo de la discusión era la fenomenal Marilú, esposa del ferretero, que estando casada con uno, descaradamente decía, y era fama que lo decía con desfacho, estar enamorada del otro. Y como eran tan amigos, la compartían, por lo menos en la imaginación, en los sueños y en las borracheras, y sabían tanto de las costumbres íntimas y privadas el uno del otro y el otro del uno, que a veces se confundían e intercambiaban papeles y el amante sentía celos del esposo y el esposo quería ser el amante y todo de ida y vuelta y nadie entendía en verdad qué embrollo era aquel.
Hasta los dos disputadores se llegó Pascual y con cien zalemas y doscientas promesas los atrajo hacia su casa. Ya allí los dos próceres de San Isidro tuvieron gran espanto al ver al negro Vladimiro sentado muy tranquilamente haciendo bailar a los enanos de sus ojos, sabiéndose bello como sólo un negro puede serlo y aceptando con tranquilidad su destino de amansador de fieras y enderezador de bizcos.

Como podrá darse cuenta cualquier lector atento el negro en cuestión es un personaje que aparece cuando se le da la gana. Antes, en uno de los pasados capítulos, llegaba a San Isidro y se quedaba mirando las torres de la catedral, ahora resulta que vivía allí desde que la construcción se estaba iniciando. Esto sólo puede explicarse por un descuido de Mateo Albán —uno de los innumerables descuidos; veamos otro: ¿cómo podían convivir los niños Ildefonso, Bogar, Betoben, un tal James Po y el Palomo, con el primer Pascual, que fundó su restaurante cuando ellos no habían nacido?—. Sí, podría explicarse por un descuido de Mateo Albán o por un amaño malicioso de los sucesos y los tiempos o por la elemental pereza del escritor que no se ocupó de asuntos cronológicos, aunque no puede eludirse la posibilidad de que Vladimiro fuera uno de los últimos descendientes de los negros angoleños que vinieron forzados a construir la primera carretera y que durante todo ese tiempo, desde la inauguración de lo de Pascual, hasta la época en que ya estuvo construida la catedral, hubiera estado confinado en el Barrio de Arriba, y que ahora, recién abierta la Cuesta Pedregosa, hubiera bajado a conocer la parte nueva del pueblo donde habita la gente de razón.
Queda pues anotado uno de los tantos errores, omisiones o gatuperios que este libro, no se sabe por quién escrito, si por Mateo, por la negra con balcón, por don Garrapata, Benengeli u otro embaucador, reproduce fielmente en el convencimiento de que muchas veces el yerro oculta más verdad que el acierto mismo.

Y en cuanto Fermín Fano y Ponciano Po vieron al negro Vladimiro muy tranquilo, con la sonrisa abotonada en los labios y los enanos bailando en los ojos y supieron que Robustiano no había cumplido con el sagrado deber de salvaguardar la pureza de la raza, pretendieron esfumarse mostrando su indignación, pero Pascual les cerró la puerta y les dijo por hoy están presos en la cárcel del rencor, carraspeó, dirigiéndose a Rey David:
--Maestro por favor toque usted La creación del mundo, si es que la canción existe y si no existe, invéntela.
Y el músico colocó solemnemente el arco ladeado en la tercera cuerda e inició una nota eterna por dulce y necesaria, seguida por dos desgarradoras, otras dos similares y una semejante a la primera, hasta que el tono se fue elevando en melodías que fueron incontenibles, llenas de truenos, relámpagos y explosiones que se mezclaban con cantares de arroyos idílicos y con trinos y rugidos y el pecado tenía su expresión y el misticismo y la vanidad y la corrupción y la fe y la credulidad ingenua y la perversidad inútil, y Vladimiro trataba de ver a través de sus bruñidos y serenos ojos de hombre feliz, no comprendiendo y sin embargo gozando del instante, y los dos amigos medrosamente refugiados en un rincón.
La música se detiene. Vladimiro medita, sonríe de nuevo y concluye sabiamente:
--Es la vida -- nada más eso dice-: es la vida. Cosa sencilla, cosa grande.
Pascual intenta decir unas palabras alusivas a la celebración pero descubre que no tiene nada que decir, que todo lo ha dicho el negro. Y desde ese momento comienza a amar a Vladimiro y le escancia los mejores vinos, lo rodea de los mejores aromas y colores, y ¡venga música!, y mientras tanto los dos notables enlagunados en medio de aquel caos impenetrable encuentran un aire de rito fatídico en la escena y se prometen hacer una formal denuncia a la autoridad terrestre competente y a los representantes celestiales y al mirar a Vladimiro lo hallan rodeado por un halo de luz que se les antoja infernal y unas pestes solferinas inconfundibles de coneja en celo y escuchan sonidos tras las puertas y vienen valses, polcas, mazurcas, sonatas y tambitos. Y los amigos negándose a probar una gota de aquellos líquidos mefíticos encerrados el uno en el otro, el tiempo pasando y acercando cada vez más al español y al negro hasta que finalmente se abrazan y lloran de alegría contando glorias pasadas. El uno de elegantes truhanerías por los caminos de España y de hordas de bárbaros entrando en su casa; el otro de fiestas y bailes y cantos y pitos parados día y noche. El resto era gritar ¡música, maestro! Y viene Paganini, pasa Stauss, llega Mosar, hasta que súbitamente algo sucede con esa especialísima prolongación del brazo de Rey David, la seda palúdica y amorosa que acariciaba las cuerdas se distiende y, como un milagro, lo que antes parecía sólido se abre igual que la cola de un pavo real.
--Se está desprendiendo el odio de las paredes --grita Pascual, y le pregunta al músico si es posible seguir fabricando música sin arco. Rey David como quien aquieta las aguas y pone a volar los pájaros dice ¡pizzicato!, y entonces son valses en pizzicato, como a saltitos de rana, pero música al fin y al cabo. Valses en pizzicato, grita el negro Vladimiro emocionado, como si acabara de descubrir agua en el desierto de Sara.
--Si algo ha de de salvar al mundo son los valses en pizzicato --sentencia el negro con una sonrisa de paz y serenidad que podría iluminar la tierra hasta el horizonte. Amén, dice Pascual, tal vez pensando que tenía que ser un negro el que diera justo en el blanco.
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Marco Tulio Aguilera
Soy autor de una novela gorda que se llama Historia de todas las cosas: sobre ella la crítica ha dicho algunas agradables exageraciones. También autor de otros 30 libros; entre ellos Cuentos para antes, después y en lugar de hacer el amor; Mujeres amadas, Los placeres perdidos, El amor y la muerte. Premios: San Luis Potosí, Juan de la Cabada, Aquileo Echeverría, José Eustasio Rivera de Novela, Latinoamericano de Cuento de Plural y Excélsior, Gabriel García Márquez, Bernal Díaz del Castillo y 20 más. Finalista en Alñfaguara. Mis libros están en Alfaguara, U Veracruzana, U de Puebla, U del Valle, Plaza y Janés, Planeta, Joaquín Mortiz, etc, en Colombia, México, España y Argentina.
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